“Más solemnemente: ‘Lo único que poseo es una voz’, escribió W. H. Auden en ‘1 de septiembre de 1939’, su angustiado intento de comprender, y combatir, el triunfo de la maldad radical.”

Mortalidad. Christopher Hitchens.

¿Se imaginan observar una casa incendiándose, incluso la propia, desde el silencio y la quietud? ¿Ver como se reduce todo a cenizas sin hacer nada, como dándole una bienvenida resignada al vacío y a la desaparición de los vínculos que hubo antes allí? Pues yo siento que hemos optado por el silencio en los círculos vitales ante un mundo —la propia casa— en llamas.

En las familias se gestan las sociedades y allí hemos decidido no hablar de lo difícil, de lo profundo, para evitar la incomodidad, el encuentro con los que amamos en terrenos más oscuros. Pero, ¿qué significa amar a alguien si no la posibilidad de expresarle nuestra verdad? ¿No es la mamá la que siempre ha sido capaz de decirle a uno que algo no le queda bien?

Cada vez hay más temas importantes cancelados con las personas cercanas, lo que significa menos oportunidades para debatir desde el amor, que es desde donde se construye una mejor humanidad. Hacerse adulto es darse cuenta —y aceptar— que compartir genes y querer mucho no significa tener una visión de la vida en común, y que al pasar el tiempo, si no se teje algo fuerte que incluya el disentimiento, el silencio puede convertirse en un abismo.

“La vejez es eso: el pacto por el que asumes que tus hijos empiezan a mentirte”, dice Laura Ferrero en La gente no existe. Las mentiras y los silencios forzados bienintencionados deberían dejarse exclusivamente para ese momento en el que alguien, en su naturaleza, ya no puede comprender. Hacerlo antes es condenar al otro a una muerte prematura de lo que tiene por dentro, asumir que ya no importa tanto como para ir a lo esencial.

Es que no expresar lo que uno piensa es renunciar a la libertad —morir un poco— y construir un muro infranqueable con el otro. Es el desistimiento más grave en una relación: envolverla en lo superficial por dejadez. Decía también Laura Ferrero que “En realidad, un archipiélago está unido por lo que lo separa, y así ocurre con las personas”. Compartir la mirada con quien se quiere, sobre todo cuando es difícil, es una declaración de amor, una negativa a rendirse y a subvalorar su capacidad —y la propia— de reflexionar para volver a mirar.

Hace unos meses, una mañana en la playa, me levanté a correr viendo el amanecer. El sol rojo reflejado en la calma del mar en las primeras horas del día se veía tan radiante, que corrí sin prestarle atención a nada más. De alguna manera no sentí el dolor hasta llegar cuando, al quitarme los zapatos, solo había ampollas y casi no podía caminar. Así ocurre con la costumbre del mutismo: nos adormece y despertamos rodeados de extraños, dejamos de reconocer.

No hay que creer en la falsa paz de una relación en la que nunca se da un debate acalorado, pues allí no hay profundidad. La voz propia está ahí para no quedarnos quietos frente a la casa en llamas, para impulsar el cambio, y cómo no hacerlo junto a quien se ama, que es también por quien uno sueña con un mundo mejor.

Dice Fernando Savater que el coraje para defender lo que uno cree, lo que uno piensa y lo que uno quiere ser es imprescindible. La apatía no conduce a ningún lado. Quien se dice no interesado en lo que pasa en el planeta simplemente está distraído, le falta fuego, pues reclama lo bueno pero no se quiere involucrar.

Sin duda el camino del diálogo es más complejo, tiene más emociones fuertes, incluso distanciamientos pasajeros, pero nos mantendrá vivos en relaciones con raíces y llenas de propósito, en las que podemos compartir tanto la belleza como el dolor.

Un escritor al que admiro me dijo alguna vez que continuara, que jamás dejara de indignarme. Siempre que dudo sobre algún mensaje que considero vital lo recuerdo porque, como dijo W. H. Auden, lo único que poseo es una voz.

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