Uno de mis caprichos adolescentes fue entrar a clases de kung fu. Todas mis amigas lo hacían y vi en ese pasatiempo otra forma de satisfacer el deseo de unirme a mis pares, de pertenecer. Las clases eran muy lejos del lugar donde vivíamos y mi mamá me llevaba y recogía sin falta, tres veces a la semana. Una noche mientras recorríamos el camino de regreso a la casa le pregunté: ¿qué estarías haciendo si no tuvieras hijos? Estaría tomando champaña en una bañera, me dijo. Yo tenía 16 años y ella 48. Recuerdo que nos reímos y nos quedamos un rato en silencio.

El último año de bachillerato tenía muchos rituales, entre ellos la devolución de la aplicación de ingreso que habían escrito nuestros padres cuando querían que nos admitieran en el colegio. Eran unas hojas escritas a mano, que tenían pegadas fotos de nosotras, de nuestras caras redondas de bebés que caminan. Luego había una encuesta en la que podíamos decir, ya sin miedo a represalias, lo que pensábamos después de catorce años encerradas en esa parcela. Una de las preguntas era: ¿consideraría el colegio para la educación de sus hijas? Las que respondimos que no nos encontramos una mañana reunidas en la biblioteca con la coordinadora, ampliando nuestra declaración: respondí que no porque yo no iba a tener hijas. 

En la universidad, una tarde después de nadar, mi amiga me contó que iba a faltar unos días a la piscina porque iba a hacerse un procedimiento médico, se iba a ligar las trompas. En la banca del camerino, mientras nos vestíamos y nos desenredábamos el pelo mojado me habló de su decisión. Yo pensé que era demasiado definitiva para mi gusto. 

El año en que me casé se casaron también otras dos amigas de mi edad. Teníamos un chat en el que seguíamos de cerca el cumplimiento de los hitos de las parejas jóvenes: amoblar el apartamento, invitar a comer a los amigos y la familia para que lo conocieran, llenarlo de plantas, hacer algún viaje con otros recién casados, adoptar una mascota. Casi dos años después llegó la foto de una ecografía con un mensaje que para mí se sintió como una sentencia: ¿quién va a ser la siguiente? 

En una reunión familiar aproveché que la botella de aguardiente iba por la mitad para hacerles a todas mis tías políticas la misma pregunta que le hice a mi mamá después de clase de kung fu. Todas hablaron de las vidas maravillosas que habían dejado en pausa por sus hijos, de sentirse asaltadas en su individualidad y cansadas de cumplir una tarea que nunca se termina. Todas, sin embargo, terminaron declarando amor incondicional por sus hijos e hijas y diciendo que eran lo mejor que había podido pasarles. Todas me dijeron: piénsalo bien. Después de ese primer experimento he repetido la pregunta sin falta, a mis primas mayores, a mis amigas, a cada mujer con hijos que me permite acercarme lo suficiente para abrir esa puerta. Hasta ahora no ha habido ninguna desviación en la tendencia: aunque los amen, si pudieran regresar el tiempo no habrían tenido hijos.

Empecé el año de mis treinta pensando en la maternidad por lo obvio: vi The Lost Daughter y en la ambivalencia de Leda vi a mi madre, a mis primas y a mis tías. En Callie me vi a mí hace unos años, segura de que cuando llegara el momento, cuando cumpliera treinta, podría hacerlo mejor que todas las que habían fallado antes. Pero sobre todo me vi en Bianca, en la hija que sabe que su mamá la adora y que esa adoración no se mancha con nada, ni con la vergüenza de haberle robado su libertad. Porque esas son dos cosas muy diferentes a pesar de que todas sepamos que son la misma.

Mi abuela ha tejido por lo menos tres cobijas para bebé desde el año en que me casé: para la bebé de tu cuñada, mi amor. Para el hijo de tu prima, que ya va a nacer. La última la terminó hace unos meses, estando yo divorciada y ella viuda, y me pidió que se la entregara a mi primo y a su esposa como un regalo para su preciosa bebé recién nacida. Es para ellos porque tú nos hiciste pistola, Valerita. En abril, para celebrar mis treinta, quiero una bañera y una botella de champaña bien fría.

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