Usted se llama Canela y se va a quedar aquí; aquí es su casa. Mi papá la nombró y así le dio una nueva existencia. Llegó sola y desnutrida. Se acurrucó en un matorral a la entrada de la finca; hasta allá fueron mis papás a alimentarla y a ver qué se podía hacer por ella. Al ratico ya estaba al frente de la puerta esperando la segunda porción de comida y, seguro, buscando las palabras dulces y las manos cariñosas de mi mamá.
Se quedó y se hizo reina. Conoció sus dominios terrenales y, aventurera, salía por la vereda anunciándoles a todos que estaba bien y contenta. Tenía ímpetu. Se paraba debajo del eucalipto y desde allá avisaba de la presencia de extraños. Si eran conocidos, bajaba con velocidad a recibirlos, sin importarle la inclinación de la loma. No sé cómo ellos experimentan las emociones, pero sí sé que en la mirada de Canela había ternura y en sus gestos, amabilidad.
Ella, dueña y anfitriona, trajo a otro amigo que se veía tan desnutrido como ella cuando llegó. Me gusta pensar que le informó, a su manera, que en esa casa se podría quedar. Que allí lo alimentarían, también le darían palmaditas en el lomo y nunca sentiría frío. Él, con un gesto de sonrisa bonachona que no puedo describir mejor, se quedó y, de una manera que tampoco puedo explicar, parecía agradecerle a Canela por la generosidad de recibirlo en su reino.
Hace tres meses mi mamá tuvo un accidente doméstico que la obligó a estar inmovilizada por más de 60 días. Canela decidió que ella también estaría quieta, que ahora su tarea no era cuidar afuera, sino adentro, en la habitación. Se quedó con mi mamá todos los días de quietud, se apoderó de una esquina de la cama y desde allí vigilaba que todo funcionara de la mejor manera. Cuando mi mamá volvió a caminar, Canela, con delicadeza, acompañó sus pasos.
Entonces, quiero creer que supo que ya todo estaba bien, que mi mamá estaba recuperada y que las palabras tiernas de mi papá también le pertenecían a Bambú. Tal vez, sintió que este territorio le quedaba ya chiquito, y decidió salir y recuperar sus rutinas de aventurera. No regresó. La buscaron, la llamaron, le silbaron. Dejaron las luces prendidas y la comida dispuesta, por si volvía con hambre. No volvió. Al amanecer la encontraron tendida al borde de la carretera, sin lesiones aparentes. Mi mamá, aún coja y adolorida, fue hasta allá, porque sabe que la despedida es otra forma de amor.