En las cercanías de Medellín, como de otras ciudades grandes de Colombia y Latinoamérica, es recurrente, desde hace décadas ya, ver en vías públicas y en medio del tráfico normal, personas haciendo carreras o piques de motos y carros, a velocidades que pueden sobrepasar los 200 km/h. Nos pasan a centímetros cuando no a milímetros, poniendo en juego sus vidas y las nuestras. Son temerarios en esas lides, no solo transgreden sino que nos agreden: unos suicidas u homicidas en potencia. Pero también, justo es decirlo, unos pilotos en potencia. ¿Cómo clasificarlos? ¿Cómo tratarlos?
Ver uno solo es miopía. Son ambas cosas a la vez: pilotos y homicidas (o suicidas). ¿Qué hacer? Potenciar al piloto, para reducir a su mínima expresión al asesino. Más comprensión y menos penalización.
Está demostrado que las medidas represivas de unas “autoridades” no han dado resultado. Siguen corriendo y apostando con la complicidad y corrupción de otras “autoridades”. El fenómeno no se va a acabar, pero tampoco se puede perpetuar. Ha cobrado muchas vidas y genera muchas violencias. Es necesario actuar, con sensatez, respetando los derechos de los que nos sentimos agredidos, y reconociendo, al tiempo, las pasiones, vocaciones y necesidades de los potenciales pilotos.
Si lo vemos solo como problema y quisiéramos contarlo de raíz, lo más simple y la vez lo más ingenuo (imposible), sería impedir la venta y hasta fabricación masiva de los vehículos que usan, porque no hay vías o autopistas públicas para sacarle el jugo a todas sus capacidades. Pero ni eso va a pasar ni es el fondo del problema. Ya decíamos que, en potencia, son tanto asesinos como pilotos. Las medidas represivas para esto son tan ineficientes como indeseables, con algunas excepciones. A estas alturas la pregunta ya no es, entonces, qué hacer, sino cómo hacerlo. ¿Cómo potenciar al piloto?
En primer lugar, es necesario interpretar la cultura y las culturas. En una época en donde la noción del tiempo es el instante, los placeres presentes y efímeros están a la orden del día, no del mañana. En lugares como Colombia o Medellín, donde se sobrevive más de lo que se vive, lo extremo, más que el deporte, es la vida. Tenemos, pues, todas las condiciones para ser una potencia mundial en deportes extremos. En vez de coartarlos hay que apoyarlos. Pero si no comprendemos el fenómeno no podremos aprovecharlo.
De otra parte, el deporte, como el ocio, el arte y otras manifestaciones culturales han sido fundamentales en el proceso de civilización en tanto relativizan los intereses, como bien lo exponen autores como Norbert Elias y Eric Dunning. Cumplen una función política, y como la política, el deporte termina siendo una prolongación de la guerra por otros medios, pero también su sublimación. Esta alternativa de mimetización de las violencias que nos ofrece el deporte no es poco, si reconocemos la advertencia que nos hace el pensador francés René Girard en caso de no hacerlo: “La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio. Sustituye de repente la criatura que excitaba su furor por otra que carece de todo título especial para atraer las iras del violento, salvo el hecho de que es vulnerable y está al alcance de su mano”.
Por último, a las dimensiones cultural y política del deporte, que facilitan la convivencia, es necesario, por lo menos en nuestro medio, articularlas con una dimensión y una agenda económica. Para el ejemplo de los pilotos, estamos en mora de construir autódromos y motódromos, y alrededor de ellos otras industrias y otras economías del entretenimiento. Los estadounidenses marcan la pauta. No se contentaron con instrumentalizar el deporte y otras actividades sublimes de los seres humanos para la pacificación, como lo hizo Europa en primera instancia, sino que fueron más allá: lo convirtieron en negocio. La final del fútbol americano, conocida como el Super bowl, es un espectáculo que incluye otras actividades artísticas y mercantiles tanto o hasta más relevantes que el partido.
Sin desatender el llamado hecho por el sociólogo francés Pierre Bourdieu sobre las violencias simbólicas que puede generar este proceso de instrumentalización del deporte y de otras actividades vitales, hay que buscarle alternativas a los sectores económicos tradicionales, tan amenazados ahora por la inteligencia artificial (IA). Según estimaciones de la OCDE, al 2030 el 60% de los oficios y empleos existentes en América Latina están en riesgo de ser reemplazados por la robótica y la automatización. Es perentorio desarrollar nuevos negocios, más propios para los seres humanos, y más difíciles de igualar por la IA. Las industrias ligadas al deporte y al entretenimiento pueden servir para este y otros fines.
En aras de ese propósito, es menester interpretar nuestra cultura al tenor de Clifford Geertz. Meternos al barro para ser un nativo entre nativos; para comprender al piloto y potenciarlo, antes de penalizar al asesino. Y más allá de este caso puntual, para crear modelos de desarrollo más basados en la cultura que en la economía y las finanzas; más autónomos y endógenos que heterónomos y exógenos. Más desde la pasión y la vocación de las personas que desde las demandas del “mercado”, para no seguir respondiendo con la razón a lo que se nos pide desde el co-razón.
El automovilismo y el motocicilismo son un ejemplo, pero estas mismas ideas aplican a otros deportes extremos como el gravity, al mismo ciclismo que le falta más apoyo, al patinaje de carreras donde somos imbatibles, al fútbol de salón, al baile y a tantas otras expresiones artísticas arraigadas a nuestra cultura y en las que seríamos orgullo y potencial mundial.
La miopía en este tema no es solo del estado, también es de nuestro sector privado, que es más respuesta que propuesta y casi nunca apuesta en términos económicos, porque somos imitadores y siervos culturales. No le copiamos a los gringos sino lo malo, con todo lo bueno que tienen. Ya es hora de que comprendamos que los modelos de desarrollo no deben imponerse desde arriba ni desde afuera -tampoco desde abajo- sino desde adentro… de la cultura y del corazón.