Sabrán ustedes —afortunados si no lo saben— que, gracias a WhatsApp y sus grupos y sus audios, hoy ruedan por ahí relatos de voces desconocidas que cuentan en primera persona experiencias terribles que vivieron para poner al tanto a los demás y evitar que les pase lo mismo. A veces uno abre los ojos por la mañana, toma el teléfono para apagar la alarma y encuentra un audio en el que alguien narra cómo le vaciaron las cuentas del banco o le dieron escopolamina en la calle, o cómo encerraron a un grupo de personas toda la noche en una finca mientras tipos armados hasta los dientes insultaban y se llevaban todo. Esto es Colombia, vamos a ver, que no es que cualquiera en el mundo se despierte con un relato así. Y yo no me explico de dónde seguimos sacando fuerzas para pararnos de la cama y salir. No sé si quienes no viven atemorizados son muy valientes, o es que tienen la piel ya contaminada de violencia para resistir y exigirla en su defensa. Y están esos que viven en el mundo de la negación y que jamás se irían del que consideran el mejor país del mundo, capaces de repetir constantemente que “eso pasa en todas partes”.
“Tengo la impresión de haber perdido la inocencia, el sentimiento de protección que me daba un país y unos valores que siempre me habían hecho sentir libre”, escribió la periodista franco-italiana Carla Mascia hablando de lo que sintió tras los atentados terroristas de 2015 en París, y yo la entendí perfectamente, solo que envidié que eso fuera una excepción, sentir pánico porque todo ha sido siempre seguro alrededor, salir a la calle de la mano del miedo por primera vez. Otra cosa es vivir en un lugar en el que el miedo es una costumbre, pero no por eso es menor. Siempre puede pasar algo y uno no sabe qué día sale de la cama y puede ser esa vez.
Hace unos días oí a varios precandidatos presidenciales de Colombia hablar de la unión entre varios de ellos que, según afirmaron con orgullo, “son muy distintos pero tienen en común un mismo enemigo: el actual gobierno”. No entiende uno, de verdad, en este país en el que varias generaciones hemos crecido temiéndoles a los malos, cómo es posible que quienes buscan liderar una nación urgida de paz puedan construir su narrativa, la esencia de esa supuesta intención de buscar una mejor vida para millones de personas, en torno a un enemigo, alguien a quien odiar juntos y a quien destruir.
Hablando también sobre el décimo aniversario de los peores atentados en la historia de París, José Andrés Rojo escribió: “Durante el juicio, uno de los psiquiatras que fueron interrogados explicó que ‘el mal se perpetra rara vez en nombre del mal, sino casi siempre en nombre del bien, y qué gran protección psíquica, qué consuelo narcisista ofrece a una personalidad débil adherirse a un sistema de creencias sin fisuras como el fanatismo político-religioso’”. Quienes llegan a decirnos que los malos son los otros y que ellos vendrán a destruirlos en nombre del bien, de los buenos, que son siempre los que tienen la palabra, no pueden representar sino el fanatismo que debemos rechazar si queremos un futuro en el que no tengamos que salir de la cama con el corazón desbocado cada mañana.
Dejo, a modo de recordatorio, esta idea de Daniel Innerarity que no hay que olvidar: «La política es el intento de equilibrar los riesgos del futuro con las premuras del presente, los intereses de las generaciones venideras con las actuales, las escuelas y las residencias, las amenazas posibles con los apuros reales, el fin del mundo con el fin de mes. El problema es que ese futuro al que nos encaminamos es un desastre, pero seguimos aferrados a un presente que no estamos dispuestos a sacrificar para hacer viable un futuro incierto e incalculable».
Recuerden que entre los bandos del odio, en un centro menos ruidoso, existe algo distinto: la sensatez. Señores que creen tener la idoneidad para ayudarnos a vivir mejor: permítannos soñar en vez de odiar.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/