La matemática detrás del hueco pensional

En Colombia nos han repetido durante años un mensaje tranquilizador: cotice juicioso y tendrá pensión. Pero esa promesa, tal como está diseñada hoy, está chocando de frente con una realidad mucho más poderosa que cualquier ley: la demografía. Nuestro país envejece a una velocidad inesperada y tiene cada vez menos nacimientos, mientras sigue operando un sistema público que depende de que muchos jóvenes sostengan a pocos viejos. Esa relación, que alguna vez fue cierta, ya no existe.

La tasa de fecundidad en Colombia —es decir, el número promedio de hijos que tiene cada mujer— cayó a 1,1 hijos por mujer proyectados para 2025, muy por debajo del nivel de reemplazo, que es de 2,1 hijos por mujer y corresponde al mínimo necesario para que una población se mantenga estable sin disminuir ni envejecer. Esto significa que cada generación nueva es muchísimo más pequeña que la anterior. Hoy, los mayores de 60 años representan casi el 15 % de los colombianos, y según las proyecciones oficiales, para 2050 serán alrededor del 25 %. En pocas décadas, la pirámide demográfica se invirtió: la base se achica rápidamente y la parte alta crece. En un sistema de reparto, donde las pensiones de hoy se pagan con el trabajo de hoy, esta inversión de la pirámide no es un detalle, sino el origen del desequilibrio.

Al mirar las cifras actuales de Colpensiones, la ecuación ya está al límite. Hay 7,08 millones de afiliados, pero solo 3,05 millones cotizan activamente, mientras que 1,83 millones reciben pensión. Es decir, hoy tenemos apenas 1,66 cotizantes por cada pensionado. Con una tasa de contribución del 16 %, los aportes equivalen aproximadamente al 26 % del salario promedio, mientras que las pensiones que paga Colpensiones suelen representar entre el 60 % y el 70 %.

Por cada peso que Colpensiones recibe por cotizaciones, debe pagar entre dos y tres pesos en pensiones. Esa diferencia la cubre el Estado con recursos del presupuesto público. Y mientras la población envejece, ese monto crece automáticamente: menos trabajadores aportan, más personas reciben mesada. Es un hueco que se amplifica año tras año y que obliga al Estado a destinar una porción cada vez mayor de su presupuesto a sostener un diseño que ya no corresponde a la estructura demográfica del país.

A esto se suma un diseño que hace el modelo todavía más costoso. En el régimen público, la pensión no se calcula con todos los años trabajados, sino con el promedio de los últimos diez años cotizados, según la Ley 100 de 1993. Incluso, si el promedio de toda la vida laboral —ajustado por inflación— es mayor, la jurisprudencia permite usar ese valor. En la práctica, la pensión se liquida con los mejores años de salario, aunque las cotizaciones se hicieron durante décadas sobre ingresos más bajos. En un país joven esto podía absorberse; en un país envejecido se vuelve un multiplicador del déficit.

Frente a esta realidad, un estudio actuarial de Rodrigo Suescún —economista, consultor independiente y exdirector de Política Macroeconómica del Ministerio de Hacienda, reconocido por su trabajo en sostenibilidad fiscal—, basado en las cifras oficiales de la reforma pensional aprobada por el Congreso y aún en revisión en la Corte, muestra con claridad el tamaño del desequilibrio. Según su cálculo, durante los primeros años de implementación de la reforma, Colpensiones recibiría un flujo adicional de aportes provenientes de los fondos privados, ya que quienes ganan hasta 2,3 salarios mínimos pasarían a cotizar en el pilar público. Ese refuerzo funciona como un alivio temporal. Pero hacia 2045 esos recursos se agotan, y el sistema queda operando como un régimen de reparto puro, financiado únicamente por las cotizaciones corrientes.

Es allí donde el déficit estructural queda completamente expuesto: para cubrir todas las pensiones y rentas comprometidas en ese escenario, el sistema necesitaría una cotización del 36,9 % del salario, pero la ley mantiene la contribución en 16 %. Lo que falta debe financiarse con presupuesto público y deuda. No es un desbalance pasajero: es la demostración de que la ecuación base del sistema ya no corresponde a la estructura demográfica del país.

La reforma aprobada no modifica los tres factores que explican este desequilibrio estructural: mantiene la edad de pensión en 57 y 62 años en un país que vive cada vez más, sostiene una tasa de cotización muy por debajo de lo que se necesitaría para cubrir los compromisos, y no resuelve la informalidad laboral que deja por fuera de las cotizaciones a más de la mitad de los trabajadores. Redistribuye lo que ya existe, pero no amplía la base del sistema.

La consecuencia es clara desde el punto de vista técnico: quienes hoy tienen entre 20 y 40 años no podrán recibir, dentro de dos o tres décadas, una pensión bajo las reglas actuales. No es un problema de voluntad política, sino de parámetros que ya no corresponden a la realidad demográfica. Para garantizar sostenibilidad, cualquier país con un envejecimiento acelerado debe ajustar cuatro variables: edad de jubilación, tasa de cotización, monto relativo de las pensiones y tamaño de la base de cotizantes formales. Colombia no será la excepción.

La discusión ya no puede girar alrededor de estructuras institucionales o preferencias ideológicas. Lo urgente es alinear el sistema con las proyecciones demográficas y tomar decisiones antes de que el costo fiscal y social sea mayor. Y allí los responsables son claros: los dirigentes que toman decisiones deben estar a la altura del problema y dejar de aplazar, por cálculos de popularidad, reformas que son ineludibles.

Cada año de retraso hace que el ajuste sea más grande, más costoso y doloroso para las generaciones que ya están sosteniendo un sistema diseñado para una Colombia que dejó de existir.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/daniela-serna/

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