Los chiquitos

Alejandro Gaviria suele decir que “no hay oficio más desprestigiado que ser precandidato presidencial”. Y razón no le falta. Cuando en un país llegan a contarse por decenas —a veces por más de medio centenar— quienes anuncian que quieren llegar a la Casa de Nariño, no estamos ante un estallido de vocación de servicio, sino frente al síntoma de algo más grave: la pérdida de la dignidad de la Presidencia.

De alguna manera, Iván Duque dejó un precedente incómodo: demostró que se podía llegar a la jefatura del Estado sin una trayectoria sólida en lo público, sin conocimiento profundo del funcionamiento institucional, sin experiencia real en la gestión del conflicto social o en las relaciones internacionales, pero con los amigos correctos y las maquinarias bien aceitaditas. El mensaje fue claro: “cualquiera” puede ser presidente si arma el combo adecuado.

Y claro, muchos se antojaron de comerse esa torta. Hoy abundan los que se venden como “distintos”, los “outsider”, los que dicen venir “sin jefes ni partidos”, mientras detrás tienen a los mismos de siempre, pero maquillados. La palabra “independiente” se volvió etiqueta publicitaria, no definición política. El problema es que la torta no alcanza para todo el mundo y, aun así, ahí están, repartiendo migajas de promesas en cada esquina.

Un montón de hombres chiquitos, se proclaman llamados por “el pueblo” o por unas supuestas mayorías silenciosas que, cuando uno mira las encuestas, no aparecen por ningún lado. Con números precarios, exigen un lugar en el centro del debate nacional como si el simple acto de decir “quiero ser presidente” los volviera estadistas. Así tenemos a candidatos como Daniel Quintero o a figuras recicladas de la política tradicional compitiendo por quién se ve más “ciudadano” en TikTok.

La conversación pública se desplaza entonces al ritmo de ocurrencias, videos virales y frases de campaña vacías. El debate deja de estar anclado en programas, cifras, prioridades de política pública, y se mueve al vaivén de lo que diga el algoritmo. No se discute cómo gobernar un país complejo; se compite por quién hace el mejor eslogan o el meme más compartido.

Contrasta con la época en la que a la Presidencia aspiraban figuras del tamaño de Luis Carlos Galán, Alberto Lleras Camargo, Álvaro Gómez o Alfonso López Michelsen. Se podía estar o no de acuerdo con ellos, pero nadie dudaba de que entendían el Estado, que habían leído el país y que discutían ideas de fondo. Había, al menos, una pretensión de altura.

Hoy, en cambio, la dignidad presidencial parece haber sido empeñada en una casa de empeños de likes y retuits. El cargo, que debería representar la máxima responsabilidad republicana, se ha convertido en trampolín de vanidades personales, instrumento de venganza o premio consuelo de proyectos locales mal resueltos.

Tal vez el problema no sea que haya demasiados candidatos, sino que hay muy pocos estadistas. Y mientras sigamos confundiendo visibilidad con liderazgo, viralidad con visión y carisma con carácter, seguiremos llenando la papeleta de nombres chiquitos para un cargo que, por el bien del país, debería quedarnos grande a todos.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/

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