El lenguaje político no solo comunica ideas: también revela jerarquías, prejuicios y violencias que se resisten a morir. Esta semana, dos episodios públicos nos obligan a mirar de frente esa herencia patriarcal que se cuela en los discursos de campaña y en las declaraciones ministeriales.
Por un lado, el precandidato Juan Daniel Oviedo, en un intento por defender la natalidad, terminó reduciendo a las mujeres a su capacidad de parir. Aunque sus palabras exactas puedan matizarse, el efecto simbólico es claro: la mujer como útero, como recurso demográfico, como función biológica al servicio de la nación. No es nuevo, pero sí alarmante que esta visión resurja en boca de quien aspira a gobernar, según dice, desde la diversidad y el conocimiento técnico.
Por otro lado, el ministro Armando Benedetti, en plena confrontación mediática, se refirió a la magistrada Cristina Lombana como una “loca hijueputa”. Más allá del insulto, lo que inquieta es la naturalización del desprecio hacia una mujer que ejerce poder judicial. ¿Qué dice de nuestra democracia que un alto funcionario pueda desfigurar públicamente a una magistrada sin consecuencias inmediatas? ¿Qué modelo de liderazgo estamos tolerando?
Ambos casos comparten una lógica de poder que instrumentaliza, descalifica y violenta. Oviedo lo hace desde la tecnocracia que decide qué cuerpos deben reproducirse; Benedetti desde la arrogancia que cree que gritar más fuerte e insultar equivale a tener razón.
No se trata solo de corregir el lenguaje, sino de entender que cada palabra pronunciada desde el poder construye imaginarios y perpetúa desigualdades. Cuando un candidato habla de mujeres como fábricas de bebés, está moldeando políticas futuras. Cuando un ministro insulta a una magistrada, está debilitando la institucionalidad que debería protegernos a todos.
No importa cuán alto sea el cargo ni cuán sofisticado el argumento: reducir a las mujeres a funciones biológicas o insultarlas desde el poder es inadmisible. Colombia necesita líderes que entiendan que el respeto no es solo cortesía: es fundamento democrático.
Cuando el poder habla sin respeto, desfigura el rostro de la democracia. Y cuando lo hace contra las mujeres, revela su miedo más profundo: el miedo a una ciudadanía que no se deja reducir ni insultar. Que no acepta parir por decreto ni callar por gritos. Que exige, con voz firme, otra forma de gobernar.
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