Hay una imagen que se me aparece siempre que veo a un político especialmente vanidoso. Las imágenes poderosas son así, se incrustan en el centro del cerebro como un algarrobo en un jardín. Se dice que en la antigua Roma existían los aurigas de la victoria, esclavos que en los desfiles de celebración de una campaña triunfal acompañaban la carroza del emperador. Su función, además de velar por la fortuna del recorrido, era repetirle todo el tiempo a aquel que estaba vestido como un dios y que recibía el júbilo del pueblo romano, que esa exaltación divina era una fantasía producto de las circunstancias, que él no era ninguna deidad.
Algunos comentaristas aseguran que la frase que le decía el auriga de la victoria al emperador era: “Respice post te, hominem te esse memento”, “Mira detrás de ti y recuerda que eres un hombre”, que su trabajo era recordarle la mortalidad al que se sentía digno, al menos de manera transitoria, de sentarse a la mesa con las diosas y los dioses. La figura del auriga es, entonces, una contención a la vanagloria, a la vanidad, al exceso de uno mismo. La salud del imperio dependía de ese contorno a la soberbia del césar.
Los aurigas de la victoria parecen una especie extinta en la política contemporánea. En su reemplazo tenemos al bodeguero adulador, cuya función es sobar el ego de políticos frágiles, repetirles que todo lo que hacen es digno del olimpo. Aquí la tarea se invierte. El auriga recordaba la finitud y el equívoco. El bodeguero la omnipotencia y la perfección.
Mi teoría es que la necesidad de bodegueros es directamente proporcional al vacío ideológico, que entre menos fondo se tenga más necesidad de afirmación artificiosa. Lo pienso porque si a un vanidoso se le quita el espejo de aumento que engrandece ilusoriamente su imagen, queda reducido a su real condición, que a menudo es muy pequeña. Siendo así, los políticos con ideas limitadas, con poco oficio, son los que necesitan más adulación, pues su afirmación depende del hechizo del alago. La situación se vuelve dramática cuando los bodegueros trascienden las redes sociales y ocupan cargos públicos, cuando los consejos de gobierno devienen en cortes de lisonja.
En democracia el poder es un lugar vacío, no le pertenece a nadie. El político vanidoso rompe con ese principio y hace del poder un instrumento para sí mismo. Porque se cree todopoderoso e infalible. Porque tiene la certeza del idiota. Mientras eso ocurre, nadie le recuerda su finitud y su falibilidad. Nadie se para de la mesa a contradecir. Nadie dice: “recuerda que eres un hombre”. Los bodegueros aplauden y asienten. Al fin y al cabo, no por nada más están sentados allí.
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