La política se degrada al compás de su discurso, cada vez más pobre, carente de creatividad y, por ende, redundante o tautológico. Desmesurados en críticas y escasos de propuestas, los políticos y quienes hablamos del tema nos limitamos a proponer lo obvio, aunque no lo sea tanto: combatir la guerra con paz y seguridad, o a los guerreros con plomo. ¡Qué ingenuidad! ¡Qué pobreza de imaginación! No es tan simple ni tan fácil.
Pero es que la lógica política, la del poder, es tan básica que tampoco da para más; se necesita una perspectiva superior, una racionalidad diferente, como la estética. Vamos por partes.
La acción política es, en su sentido más básico, la búsqueda del poder; el intento de anteponer unos intereses sobre otros, tanto en el ámbito público como en las relaciones cotidianas, entre personas y grupos. Como nos lo recordó Max Weber en La política como vocación, quien hace política aspira al poder, y este puede ser un fin para lograr reconocimiento o prestigio, o un medio para alcanzar otros fines, egoístas o nobles.
Dado que todos tenemos intereses diferentes y, sobre todo, formas distintas de resolver esas diferencias, es que surgen los problemas políticos, que son inherentes a las relaciones sociales. Por eso, el punto álgido de la política está en los medios o estrategias que utilizamos para tener el poder.
Las principales vías son: 1) la fuerza, física o de los hechos (“si te gusta bien y si no te vas”), propia de la biopolítica; 2) la manipulación (del lenguaje para engañar a los otros), más propia de la psicopolítica, en la que las personas terminan interiorizando y amando las cadenas que los esclavizan; y 3) la legitimidad, cuando se considera que los intereses son válidos y justos. Esta última opción es posible siempre que se respeten los intereses, libertades y derechos de los otros (la contraparte), atendiendo a un principio de todos conocido: “mis derechos llegan hasta donde empiezan los de los otros”. Tan básico, pero tan difícil de dilucidar el límite y, más aún, de acatarlo.
De ahí que, a diferencia de lo que planteaba Maquiavelo en El Príncipe, los problemas políticos tienen mucho que ver con la ética, porque cuando las diferencias de intereses se solucionan por la fuerza o la manipulación devienen en conflictos y muchas veces en guerras, que nunca son una solución estructural y definitiva a nada. De modo que las consideraciones éticas en la política no buscan solo la virtud, sino también el realismo por el que el mismo Maquiavelo abogaba.
En efecto, en contextos como el nuestro, capitalista y “neoliberal” –lo pongo entre comillas porque, de facto, es un neoconservadurismo, como lo he tratado en otras columnas aquí–, donde se privilegia el individuo y la libertad sobre la sociedad y la igualdad, el efecto lógico es que los problemas políticos terminen en conflictos y guerras, se vuelvan estructurales y permeen toda la sociedad.
Ahora, un conflicto sistémico y sistemático como el colombiano no se resuelve con la misma lógica o racionalidad del sistema corroído, en este caso el político, porque las soluciones suelen ser tautológicas, redundantes y sobre la forma, lo urgente y lo coyuntural –aunque necesarias, insuficientes–, y nunca sobre el fondo, lo importante y lo estructural. Tratamos con Aspirina un cáncer con metástasis, y luego, cuando el dolor es insoportable, no alcanza ni para la morfina. Se necesita una racionalidad superior.
El conflicto armado y la delincuencia, que tienen como germen las desigualdades sociales, jamás se van a resolver con fuerzas militares, que, tarde o temprano, engendran más violencia y rencores, como la generada por las guerrillas, los paramilitares y el mismo Estado (para la muestra, los “falsos positivos”); ni tampoco con discursos de paz, que son aburridores. La corrupción, pública y privada, grande y pequeña, no va a cesar con llamados a la ética, porque es la alternativa más eficaz de ascenso social que tenemos, y porque casi todos tenemos rabo de paja, por acción u omisión. Y la polarización se acentuará cada vez más, mientras no se reconozcan y se resuelvan las causas de los anteriores, pues es la cortina de humo perfecta para desviar la atención sobre lo esencial y exonerar a los principales responsables de los otros flagelos, que, sin ningún pudor, se sienten paradigmas de la moral. De la Espriella, Daniel Quintero y Vicky Dávila, entre decenas de candidatos afines en el fondo, se llenan la boca hablando de ética, paz y moderación. ¡Háganme el favor!
La proliferación de candidatos contrasta con la escasez de propuestas de fondo para resolver problemas estructurales. Y no las habrá, mientras las salidas se busquen en la política y en la ética. El general Charles de Gaulle lo intuyó cuando dijo que “La política es demasiado seria para dejarla solo en manos de los políticos”. Es lamentable que en un país la propuesta que más entusiasmo genera entre los electores es el “balín para los delincuentes y bandidos”. ¡Cuánta incomprensión!
La racionalidad superior y complementaria a la ética es la estética, que apela a todos los sentidos, a la sensibilidad humana, para percibir, además de lo bueno, lo bello, lo que nos emociona y nos hace soñar. Para tener más y mejores utopías.
Con la estética se fortalecen la empatía y la compasión, que nos permiten, al fin, anteponer lo que nos une a lo que nos divide, a través, por ejemplo, del arte y el deporte, que matizan los intereses, le merman intensidad al conflicto y desarman espíritus, porque las diferencias se expresan y tramitan de otras maneras. No es que cesen, porque sería ingenuo y hasta aburridor desconocer la dosis de erotismo que nos incita a la violencia.
En una película, en una caricatura, en una obra de teatro, en una canción, en la literatura, en los grafitis, en fin, en el arte en general, se expresan las pasiones e intereses más profundos de los seres humanos, de forma tal que logran generar adhesión y hasta risa en sus contrapartes (“Nada más serio que la risa”), en vez de rechazo. Piénsese, por ejemplo, en el grupo musical y de humor argentino Les Luthiers o, en el plano nacional, en Tola y Maruja. Si expresaran lo mismo, pero en un discurso literalmente político, no se los tolerarían los destinatarios de sus mofas.
Con el deporte pasa algo similar. Los argentinos creen haber saldado su derrota en la guerra de las Malvinas con el triunfo sobre los ingleses con los goles de Maradona en el mundial del 86. La Guerra Civil de Nigeria (“Guerra de Biafra”) se paró durante 48 horas en 1969 para ver un partido de Pelé con el Santos. Bien dicen algunos que el deporte es la prolongación de la guerra por otros medios, porque, como lo plantearon los sociólogos Norbert Elias y Eric Dunning, ha sido, junto al ocio, clave en el proceso de civilización.
No continuemos, pues, respondiendo con la razón a lo que se nos pide desde el corazón y la pasión. Hablemos de lo imposible, que de lo posible ya sabemos mucho. Solo así despertaremos del bostezo en que está sumida la política.
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