Decomisar no es gobernar

En Colombia y en otras partes de América Latina, el Estado celebra cada semana nuevas incautaciones: toneladas de cocaína interceptadas, maquinaria utilizada en la minería ilegal destruida, redes de tráfico de madera desmanteladas, armas decomisadas. La imagen es potente: el Estado actúa, combate el crimen y recupera el control. Pero si al día siguiente el mismo territorio sigue dominado por estructuras ilegales, si no hay presencia institucional sostenida y si no se reemplaza el rol que desempeñan esos mercados ilícitos, entonces lo que tenemos es un espejismo de orden. Porque decomisar no es gobernar.

El investigador de la Universidad de los Andes, Michael Weintraub, lo plantea con claridad en uno de sus trabajos académicos en desarrollo: las incautaciones afectan los flujos financieros de los actores ilegales, pero no eliminan las condiciones que los hacen posibles. Y en la mayoría de los casos ni siquiera modifican las reglas del juego en esos territorios. Esto sucede porque los mercados ilícitos no son solo espacios de intercambio; son sistemas de poder. Allí donde el crimen regula precios ilegales (y, en algunos casos, de productos legales), también impone justicia, establece normas y brinda seguridad. En este contexto, no basta con interrumpir la transacción; hay que disputar el orden que la sostiene.

Por eso, sin intervención institucional, sin justicia y sin desarrollo, la estrategia de seguridad basada en el decomiso es apenas una táctica. En el mejor de los casos, puede afirmarse que es una respuesta necesaria, pero insuficiente. Si el Estado no reemplaza lo que desmantela, si no ofrece alternativas productivas, protección real y presencia legítima, deja abierto el camino para que otros actores (nuevos o reciclados) ocupen ese vacío. Bajo ciertas condiciones, incluso se observa un aumento de la violencia cuando las incautaciones reconfiguran las disputas por el control de rentas ilegales.

El problema es que en muchos países de América Latina se ha confundido la política de seguridad con la contabilización de las incautaciones. Se miden toneladas, no equilibrios de poder. Se celebran capturas, no transformaciones sostenidas. Se fotografían operativos, no comunidades más seguras. Y, mientras tanto, siguen intactos los vínculos de corrupción, los sistemas de lavado de dinero y la complicidad institucional que protege estos negocios.

Es cierto que la política de seguridad basada en decomisos también tiene un valor simbólico: es una forma de demostrar acción, de enviar señales y de recuperar la narrativa. Pero si no se acompaña de políticas públicas que reconozcan la complejidad del crimen organizado, se convierte en una política de corto aliento y en una estrategia para administrar el conflicto, no para resolverlo.

En el fondo, las preguntas estratégicas son diversas: ¿qué pasa después del decomiso? ¿Quién reemplaza al actor que fue removido? ¿Qué reglas de la ilegalidad se mantienen o empiezan a disputarse? Porque donde el crimen organiza el territorio y el Estado solo aparece para decomisar, no hay soberanía real. Solo un juego en el que lo ilegal se adapta y se vuelve más sofisticado.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/cesar-herrera-de-la-hoz/

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