Tiene uno que abrir el periódico para comprobar que no fue que se devolvió al pasado: que sí parce, que es octubre de 2025.
La quema de brujas se prendió en Medellín esta semana por la Feria Brujería. Parece que solo la palabra ya les da escalofrío a muchos y les rompe sus valores cristianos, familiares, morales, tradicionales, pujantes, montañeros —y digo montañeros en el sentido de estar rodeados de montañas solamente— y etcétera.
¡Qué frágiles entonces son las bases de sus creencias!
Y también qué ganas de quedarse con el título, porque cuando uno desglosa el evento se encuentra una programación cultural con conversaciones, cocina, cantos, conciertos, danza, documentales e historia. Creo que el problema grave es la falta de lectura de los criticadores.
La explicación que da Comfama sobre por qué se llama Brujería es la contundencia de la palabra y “resignificar la conexión popular que históricamente se le ha dado, con especial énfasis en los saberes femeninos alrededor del mundo, así como en los ritos indígenas y afrodiaspóricos”. La conversación (y la crítica) debería estar más por ahí: qué estamos incluyendo y entendiendo todavía hoy en lo que es brujería, qué carga le estamos dando. La escritora Velia Vidal escribió en redes: “Que el afán de aclarar no refuerce estereotipos racistas. Los alabaos y danzas chocoanas no son brujería. Es legítimo conmemorar el congreso y conversar de espiritualidades y prácticas religiosas diversas, justamente para desarmar los sesgos alrededor de lo no hegemónico”.
Porque basta buscar un poco, ni siquiera mucho, para encontrar la historia del Primer Congreso Mundial de Brujería, del que se celebran cincuenta años este año y en esta feria —de ahí también viene la idea.
Lo encontré en un artículo de El Espectador escrito por Angélica María Cuevas Guarnizo, parte del equipo organizador de la conferencia Conjuro: un congreso que se hizo en 1975, ideado por Simón González Restrepo, hijo del escritor Fernando González. Era, sobre todo, una propuesta comercial y una provocación cultural.
En el artículo, el historiador de arte Julián Sánchez González, quien investigó el congreso para su maestría y doctorado, explica: permitió hacer una reflexión sobre el término brujería y “abrió un espacio para visibilizar espiritualidades no hegemónicas, cuestionar jerarquías artísticas y generar conversaciones que hoy dialogan con los debates decoloniales y artísticos contemporáneos”. Explicación que, aunque haya pasado un cuarto de siglo, cabe en este momento.
¡Fuepucha! ¡Tremendo congreso el de entonces! Trajeron hasta a la escritora brasileña Clarice Lispector. La crítica (ya que andamos buscando razones) a la feria debería ser ¡cómo no revivieron a Lispector para esta ocasión!
Lo que revela la investigación de Julián Sánchez González, y que Angélica María describe, es que “lo inusual y poco ortodoxo del evento funcionó como antesala a discusiones sobre inclusión cultural y pluralismo que, años más tarde, resonarían en hitos como la Constitución de 1991”.
Porque esto es lo importante: la cultura nos agranda el mundo. Cultura como un término amplio: no hay solo una. No hay una verdad cultural —ni religiosa ni política ni sucesivamente.
Y eso es lo que hay que pensar cuando nos ponen conversaciones que no nos gustan: que la vida no es blanca y negra, que no todos pensamos igual, que hay que incomodarnos con los temas, escuchar, leer, reflexionar, aprender. No importa si después seguimos pensando lo mismo, pero el mundo es más grande que nosotros.
En 1975 también hubo polémica, también hablaron de las tentaciones del diablo, la Iglesia lo condenó como espectáculo peligroso. Pero que no se nos olvide que han pasado cincuenta años y que hemos conseguido más derechos y que las conversaciones deben ser más inclusivas.
Deberíamos sobre todo cuestionar la clase de dirigentes que hemos elegido, preocupados por conservar “los valores antioqueños que están arraigados de Dios, de familia y de trabajo”, como dijo el representante a la Cámara Luis Miguel López. Porque los valores familiares, sociales y culturales se construyen de otra manera, y no precisamente censurando. Ojalá tuviéramos más eventos culturales que abran el diálogo y los aprendizajes.
¿A qué le tienen miedo? ¿Por qué una feria que invita a la conversación, a la inclusión de ideas diversas, amenaza, como dijo el concejal de Medellín Brisvani Arenas, las tradiciones religiosas de la ciudad? Es que usted puede seguir creyendo, aunque otros crean en otras cosas. ¿Cuáles son las consecuencias nefastas para las familias? Nefasto que haya 784 niños con hambre (Leer la columna) en Medellín, ¿pero una feria cultural?
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/monica-quintero/