Lecciones de un Nobel de Paz

En estos días de entrega del Premio Nobel en sus distintas categorías, el reconocimiento recibido por el expresidente Juan Manuel Santos nos recuerda de dónde venimos: de una Colombia que vivía un punto de inflexión histórico al firmar un acuerdo que pretendía transformar las raíces de la guerra en un proyecto de convivencia. Pero también de un país que dejó sembradas las raíces de la división entre quienes creyeron en ese proceso y quienes lo rechazaron. Diez años después, y en medio de un nuevo ciclo electoral que vuelve a polarizarnos, vale la pena revisar lo que hemos aprendido —y lo que seguimos sin aprender— de aquello que motivó ese Nobel.

Lo primero es que no se dialoga de paz y desarrollo económico y social con estructuras criminales cuya esencia de existencia es la captura de rentas ilegales. En este marco, la llamada “Paz Total” ha reabierto este dilema: si lo que enfrentamos son empresas dedicadas al narcotráfico, a la minería ilegal o a la extorsión, ¿de qué tipo de paz estamos hablando? No toda organización armada representa una causa política; muchas solo protegen un negocio.

También hemos aprendido que el respaldo internacional es determinante, pero no suficiente. Los apoyos de gobiernos aliados, organismos multilaterales y misiones de verificación fueron cruciales para legitimar los diálogos de La Habana y garantizar una firma inicial. Sin embargo, el verdadero desafío empezó después de la foto y los aplausos por la firma. Cumplir lo acordado exige mecanismos de seguimiento, presupuestos claros, tiempos razonables y, sobre todo, voluntad política sostenida. Sin esa arquitectura institucional e internacional, los acuerdos terminan atrapados entre la burocracia y la improvisación.

Otra lección que estos años han dejado es que la paz no puede depender del color político del gobierno de turno. El Acuerdo de La Habana ha experimentado dos momentos opuestos: el gobierno de Iván Duque, que asumió una posición distante y abiertamente crítica, y el de Gustavo Petro, que ha cuestionado los términos firmados mientras promueve su propia apuesta de “Paz Total”. En ambos casos, el problema no ha sido solo ideológico, sino estructural: la incapacidad del Estado colombiano para mantener una política de paz que trascienda los ciclos electorales. Las causas del conflicto no cambian cada cuatro años, pero nuestras respuestas sí, y esa inestabilidad erosiona la confianza ciudadana y el compromiso de los actores en los territorios.

A esto se suma una tensión permanente entre justicia y verdad. Las víctimas necesitan respuestas concretas, no solo promesas. La lentitud de las decisiones judiciales, como las primeras sentencias de la JEP, ha generado frustración y ha alimentado la sensación de impunidad. Para muchos colombianos, la percepción es que los responsables de crímenes en las antiguas FARC han gozado de libertad y beneficios durante años, sin una sanción visible. La justicia transicional debe ser ágil y creíble o corre el riesgo de perder su legitimidad ante la sociedad.

Finalmente, hay una noción de justicia que rara vez se menciona: la que implica cumplir las reglas de juego acordadas. El Acuerdo de Paz reconocía beneficios a quienes se desarmaban en los tiempos y términos establecidos. La posterior apertura de nuevas mesas y la búsqueda de fórmulas sociojurídicas terminaron debilitando ese principio, al enviar el mensaje de que siempre habrá nuevas oportunidades para negociar, incluso para quienes no cumplieron. Con ello se desincentiva el cumplimiento y se erosiona la autoridad del Estado. La paz necesita coherencia, no concesiones permanentes.

Diez años después del Nobel, el país sigue debatiéndose entre la memoria y el olvido. Hemos avanzado en temas como el desarme, pero retrocedido en confianza. Tal vez la lección más importante sea que la paz no se decreta ni se firma una sola vez. Se construye cada día, con reglas estables y justicia cumplida.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/cesar-herrera-de-la-hoz/

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