Mejor que la complicidad y el silencio

Les juro (¿podemos jurar los incrédulos?) que yo quisiera escribir de otra cosa, que hay tantas. Pero no puedo.

Escribir, por ejemplo, sobre el centenar de candidatos en esta campaña presidencial que empezó el mismísimo 7 de agosto de 2022, mucho antes que cualquier otra, y que va recrudeciéndose en mentiras, mientras ese montón de aspirantes se van desfigurando como aquel famoso retrato pintado por un tal Basil Hallward.

Quisiera escribir, por ejemplo, del torpe clasismo de Gustavo Petro y de su rancio machismo escondido detrás de la aparente desidia con la que dice Brayan y dice clítoris convencido de que está diciendo algo brillante.

O de ese extraño síndrome muy latinoamericano —pero sobre todo muy colombiano— de la servidumbre y la vocación de colonia que quedó en evidencia de nuevo ahora, con tanta vestidura rasgada, con ese cuento de la descertificación, ignorando que esa guerra contra las drogas hace rato que está pérdida y solo ha logrado enriquecer a los que trafican y sus aliados y fregar a todos los demás. Y que la solución pasa por la legalización en lugar de por el buen comportamiento y el sí señor de los genuflexos.

Quizá podría dedicarme a hablar de censura y del pequeño tirano anaranjado que se jacta de su poder y su idiotez un día sí y otro también. Y sin embargo, “Trump, haz lo tuyo”, clamó Vicky Dávila, una de ese centenar de aspirantes, ante un auditorio que parecía más una reunión de feligreses, con cánticos y letanías, que una manifestación política.

Pero es que no puedo. No es que no quiera, no puedo. Porque siento que entre la cantidad de tragedias que acompañan cada día al género humano, a esta especie tan empeñada en vivir contra sí misma, solo deberíamos ahora mismo hablar de una cosa: el genocidio que sigue cometiendo el Estado de Israel ante la vista de todos.

Y no hemos hecho más que poner una cifra sobre otra hasta sumar, en los registros más o menos oficiales, 65.000 muertos. Pero viene y nos dice Francesca Albanese, la relatora especial de la ONU para los territorios ocupados, que «deberíamos empezar a pensar en 680.000 porque esa es la cifra que algunos académicos y científicos afirman ser el número real de víctimas mortales en Gaza». 680.000 personas. Se dice y se escribe fácil. Si realmente es así —y quizá lo sea—, ¿a cuántas personas ha matado Israel en su expansión teñida de venganza? Al doble de la gente que vive en Armenia. A tanta gente como la que habita en Bucaramanga. A mucha más gente de la que se despierta cada día en Manizales, en Montería, en Pereira, en Santa Marta, en Villavicencio.

Entre todas las masacres —que no ha conocido este mundo la ausencia de ellas desde que encontramos que matar al otro es menos complicado que entenderlo o negociar con él—, la de Gaza va subiendo escaños para que quede claro que nunca se trata de a quién se mata, sino quién es el que mata y que, en este caso, los crímenes de guerra gozan, quizá no de la aprobación, pero sí del silencio de tantos que bien se le parece a la complicidad.

Y el enemigo, el problemático, es quien señala ese silencio, el que se opone al blanqueamiento, a la lavada de cara.

El sábado, mientras escribo esto, dice un titular en el periódico El País, de España: «Al menos 57 muertos por ataques israelíes contra Ciudad de Gaza este sábado». El viernes se había agotado el plazo que Israel les concedió a los civiles para que se fuera de Ciudad de Gaza. Vete de lo que siempre fue tuyo, que te lo he quitado y ahora es mío. O quédate y muere, que luego te sacaré junto con los escombros de lo que fue tu hogar.

«Cuando hay un bombardeo, la primera reacción es ir directo a la puerta. Así que mi esposa y yo solo tendríamos que coger a los niños. Uno tiene cuatro años; el otro, siete meses. Un bolso, una mochila y huimos. Ahí ya no sabríamos qué hacer. No tenemos un plan B. Siempre tengo un plan B, pero esta vez no quiero», dice el periodista Rami Abu Jamous, en una nota del mismo diario.

Contaba el escritor español Javier Cercas que existe un libro titulado Il loro grido e la mía voce (algo así como Su llanto y mi voz), una colección de poemas de escritores gazatíes. Y de ese libro seleccionó un poema en particular de Refaat Alareer, un profesor de literatura inglesa que resultó muerto en uno de los tantos bombardeos que ha hecho Israel sobre Gaza.

«Si debo morir,

tú debes vivir

para contar mi historia,

para vender mis cosas,

para comprar un trozo de tela

y algo de hilo

(que sea blanco, con una larga cola),

de tal manera que un niño, en algún lugar de Gaza,

mirando fijamente el cielo,

esperando a su padre que ha partido entre las llamas

—sin decir adiós a nadie,

ni siquiera a su carne,

ni siquiera a sí mismo—

vea la cometa, mi cometa hecha por ti, volar alto

y piense, por un momento, que allí hay un ángel

que trae de vuelta el amor.

Si debo morir,

que traiga esperanza,

que sea una historia».

Quizás elevar cometas es todo lo que podamos hacer, pero ya es algo. Quizá no sirva para nada, como esta columna (una más) sobre lo atroz. Y quizás, a duras penas, sea útil para mi conciencia. Pero cualquier acción es mejor que la complicidad y el silencio.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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