La sentencia contra el antiguo secretariado de las FARC es la primera emitida por la JEP contra máximos responsables de un grupo armado, en el marco del sistema de justicia transicional del Acuerdo de Paz de 2016. El fallo reconoce el secuestro como política sistemática de las FARC y fija sanciones restaurativas que han provocado reacciones divididas. Para algunos, representa un paso sin precedentes hacia la verdad; para otros, sin penas de cárcel, no hay justicia real.
Pero más allá del debate jurídico, las reacciones a la sentencia reabren una pregunta política de fondo: ¿fracasó este Acuerdo o enfrentamos, más bien, la dificultad estructural de sostener la paz en Colombia? La respuesta está lejos de ser binaria. Más que un fracaso, lo que vivimos hoy es el resultado de tres desafíos no resueltos que pueden explicar por qué la paz firmada aún no se ha convertido en una paz vivida.
Primero, la paz no es un punto de llegada, sino un proceso político y territorial. Firmar un acuerdo no es cerrar el conflicto: es transformarlo. La implementación con las FARC ha sido desigual. Mientras algunos componentes, como la justicia transicional, han avanzado, otros siguen pendientes: reforma rural, garantías de seguridad, reincorporación económica. Pedirle al Acuerdo resolver todo el conflicto es desconocer su naturaleza: la paz es una puerta, no una línea de meta.
Segundo, el Estado no llegó a tiempo ni con la fuerza suficiente. Diversos análisis muestran que los indicadores de violencia siguen siendo altos: la expansión de grupos armados, los enfrentamientos, los desplazamientos forzados y el asesinato de líderes sociales no cesan. La causa no es solo el incumplimiento del Acuerdo, sino la incapacidad del Estado para construir legitimidad donde más se necesita. Mientras la institucionalidad llega fragmentada y sin respuesta sostenida, los actores ilegales siguen llenando el vacío con control, ingresos y normas propias.
Tercero, la reconciliación exige algo más que sanciones. La JEP ha sido clara: la justicia transicional no busca venganza, sino verdad, reparación y no repetición. Pero las sanciones restaurativas, aunque válidas en términos internacionales, deben ser mejor comprendidas y socializadas para que no pierdan legitimidad frente a la opinión pública. No habrá reconciliación sin justicia, pero tampoco sin diálogo, reconocimiento y participación real de las víctimas.
Sostener la paz no es una recompensa automática tras la firma de un acuerdo. Es una tarea compleja que exige coherencia entre el discurso y la acción, entre la verdad reconocida y las transformaciones prometidas. La sentencia de la JEP no es un punto final: es una señal de que el país todavía está escribiendo el sentido de su transición. La paz no fracasa por sí sola. Se debilita cuando se usa como promesa sin respaldo. La tarea de construirla sigue en pie.
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