Imagina a Juan, un joven de 22 años en Puerto Rondón, Arauca, deslizando su dedo por TikTok mientras espera un bus. Como millones de colombianos, Juan consume tecnología todo el día: apps, redes sociales, streaming. Pero no la crea. En Bangalore, India, un joven de su edad escribe código para una startup que exporta software por más de US$200.000 millones al año. En Colombia, apenas llegamos a US$1.500 millones.
Colombia invierte solo 0,29 % de su PIB en investigación y desarrollo (I+D), frente al 2,1 % de Singapur o el 3,5 % de Estados Unidos. La consecuencia es clara: menos patentes, menos startups tecnológicas y más dependencia de importar lo que otros países inventan. Mientras tanto, el desempleo juvenil supera el 19 %, y seguimos rezagados en formación STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, por sus siglas en inglés), que son las áreas que hoy determinan la competitividad global.
La conectividad tampoco ayuda. Apenas el 77 % de los colombianos tiene internet, contra el 92 % de Singapur o el 94 % de Chile. Y en zonas rurales la cifra es mucho menor. La educación superior solo llega al 55 % de los jóvenes, mientras que en Chile supera el 90 %. Con estas condiciones, es difícil hablar de una economía digital sólida.
Nuestra estructura productiva refleja el atraso. En 2023, más del 50 % de nuestras exportaciones fueron petróleo y café, mientras que en Singapur la economía digital aporta el 17 % de su PIB y en India el 12 %. En Colombia, apenas llegamos al 5 %. No sorprende que en el Índice Global de Innovación 2024 estemos en el puesto 61, lejos del 8 de Singapur, el 39 de India o el 51 de Chile.
Y si miramos la infraestructura para soportar la era digital, el panorama empeora. Dependemos en un 70 % de la hidroelectricidad, lo que nos hace vulnerables a sequías y crisis energéticas. Solo el 2 % de nuestra matriz viene de renovables no hidroeléctricas, frente al 35 % en Chile. Eso encarece la energía y desincentiva instalar centros de datos: Colombia tiene menos de un centro de datos por millón de habitantes, mientras Singapur tiene diez. La velocidad promedio de internet móvil aquí es de 20 Mbps, contra 55 Mbps en Chile.
Este rezago nos atrapa en un círculo vicioso: invertimos poco en I+D, por eso producimos poca tecnología; como no la producimos, dependemos de commodities; esa dependencia hace volátil la economía, y con menos recursos, vuelve a caer la inversión en innovación. Así, el país queda atrapado en un ciclo de bajo valor agregado.
Pero no todo son malas noticias. Nuestros desarrolladores tienen tarifas competitivas (US$20–45/hora, similares a India), compartimos huso horario con Norteamérica, lo que facilita la colaboración en tiempo real, y el inglés promedio de Colombia (503) es comparable al de India (504). Culturalmente, además, tenemos una cercanía con EE. UU. y Europa que puede ser una ventaja.
Si tuviéramos políticas públicas estables, incentivos para startups tecnológicas, conectividad 5G extendida incluso en las zonas rurales y una apuesta real por educación STEM, la historia sería distinta. Juan no estaría atrapado frente a una pantalla: estaría construyendo lo que ocurre detrás de ella.
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