De un cielo y un poeta

Para escuchar leyendo: El álbum, Aterciopelados.

Hace veinte tres días y cien años, Gonzalo Mejía y Arturo Acevedo le entregaron al país un atrevimiento del que solo eran capaces ese par de locos, locos lindos como los llama Daniel Samper: estrenar una película en una tierra que apenas despertaba a la modernidad. Bajo el cielo antioqueño nació en 1925 como un acto de fe. No había industria, ni academias, ni cines que alentaran la osadía. Había, en cambio, la convicción de que también aquí podíamos narrarnos en imágenes, que también aquí había un cielo digno de ser proyectado.

Esa película fue más que un romance en blanco y negro: fue un acto de insurrección cultural. Un golpe en la mesa contra la condena de mirarnos siempre desde afuera. Sus imágenes daban cuenta de un orgullo por lo logrado y una esperanza por lo que vendría (porque siempre debe venir algo mejor ¿se acuerdan de la cantaleta de hace ocho días?).

Un siglo después, nuestro cine existe, palpita y resiste, aunque a veces lo quieran reducir a una esquina estrecha: las narcopelículas, las tragedias noveleras de porno miseria, las comedias hechas al apuro para arrancar una risa fugaz. Como si Colombia fuera solo eso. Como si no hubiera un río inmenso de historias que corren por debajo de los titulares y que merecen llegar a la pantalla. ¡Carajo, que nuestra historia no nace y muere con los capos y los chabacanes!

Porque el cine colombiano también es un viaje amazónico en El abrazo de la serpiente, la metáfora feroz de Los reyes del mundo, la melancolía que se adhiere a la madera de La sirga. El cine colombiano es la angustia de La primera noche, es la radiografía de Como el gato y el ratón, la inventiva de Golpe de estadio, el romance de Diástole y sístole. Es, sobre todo, la inagotable rebeldía de La estrategia del caracol.

Es la voz de quienes no suelen tener voz, el temblor de una memoria que todavía se escribe a medias, el espejo roto en el que nos miramos con dolor y con belleza.

Descubrir ese cine es descubrirnos. Disfrutarlo es reconciliarnos con la idea de que aquí también habitan mundos universales (sí, como La gente de La Universal). Fomentarlo es un acto de resistencia frente al ruido extranjero que nos devora las pantallas. Cada boleta comprada para ver una película nacional es un voto por la imaginación propia, un pequeño gesto de independencia, de amor a lo que somos.

Mejía y Acevedo nos dejaron la prueba de que era posible. Y ese legado nos interpela: ¿qué hacemos hoy con ese centenario? ¿Seguiremos celebrando la audacia de 1925 como si fuera una reliquia de museo, o nos atreveremos a prolongar su impulso?

La respuesta, creo, está en la sala oscura, cuando se apagan las luces y la pantalla se enciende. Está en aceptar la invitación de un nuevo director que pone el alma en juego. Ayer se estrenó Un poeta, la película de Simón Mesa. Y verla en cines no es solo un plan cultural: es un acto de coherencia con ese siglo de historia, un abrazo al sueño de que el cine colombiano siga siendo más que un recuerdo. Hace cien años levantamos los ojos para decir “aquí también se puede”. Hoy, frente a Un poeta, volvemos a hacerlo: aquí también se puede, aquí también se sueña, aquí también se filma. Aquí se puede.

Ánimo

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-henao-castro/

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