Caminar sin miedo

Hay una seguridad que se mide con cifras: homicidios, hurtos, extorsiones, lesiones personales. Y hay otra que no aparece en los informes oficiales, pero que se siente –o se deja de sentir– todos los días en la piel. Esa seguridad importa demasiado, pues es la que nos permite caminar, vivir y disfrutar nuestras ciudades sin miedo.

Las ciudades seguras no solo son aquellas donde disminuyen los delitos. Son aquellas donde se puede salir a la calle sin esa alerta constante que se activa cuando vemos acercarse una moto, un desconocido, una sombra. Donde no hay que cambiar de acera al intuir que alguien viene detrás. Donde no hay que esconder el celular ni tensar el cuerpo al pasar por una esquina solitaria. Donde las mujeres pueden caminar sin sentir que cualquier mirada puede volverse una amenaza.

El espacio público debería ser un lugar de encuentro, de disfrute, de libertad. No un territorio en disputa entre el miedo y la rutina. El temor al robo, al acoso, al ataque, modifica nuestras decisiones más simples: cómo vestirse, por dónde caminar, a qué hora salir. Y cuando eso pasa, cuando el miedo se vuelve parte del trayecto, la ciudad pierde su sentido: deja de ser un lugar para vivir y se convierte en un campo minado por la desconfianza.

Pero la seguridad tampoco se agota en la ausencia de crimen. También es la posibilidad de habitar una ciudad donde la convivencia no esté constantemente a prueba. Donde no haya que prepararse mentalmente para evitar una riña con un vecino. Donde el motociclista no insulte al peatón por impedirle invadir la acera. Donde quien quiere descansar pueda hacerlo sin que el ruido ajeno le arrebate el derecho al silencio. Donde se respeten los turnos en la fila, las señales de tránsito, los límites del otro.

Una ciudad segura es una ciudad que no agobia. Que no satura. Que no grita ni insulta. Una ciudad donde las normas no son vistas como obstáculos, sino como acuerdos que nos protegen. Donde los desacuerdos no escalan a la agresión, y donde la rabia no se descarga sobre los demás.

No se trata de soñar utopías ingenuas. Se trata de defender una idea básica pero poderosa: todos tenemos derecho a vivir una vida urbana en paz. A caminar con tranquilidad. A sentirnos parte de una comunidad que no se devora a sí misma. A confiar –aunque sea un poco– en quienes nos rodean.

Y aquí es donde suele olvidarse algo fundamental: defender la seguridad no es solo reclamar más presencia del Estado. Es también asumir que la convivencia empieza por nosotros. Que la forma en que usamos el espacio, en que tratamos al otro, en que respetamos las reglas comunes, también construye paz.

Deseo vivir en una ciudad donde el silencio no sea sospechoso y la presencia del otro no active el miedo. Una ciudad donde pueda bajar la guardia sin ponerme en riesgo. Donde la confianza vuelva a ser una posibilidad. Eso también es seguridad. Eso también es justicia. Eso también es libertad. Esto también deberíamos exigirlo con la misma fuerza con la que denunciamos los delitos, porque vivir sin miedo no debería ser un privilegio.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/cesar-herrera-de-la-hoz/

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