El diccionario define las reglas como “aquello que ha de cumplirse por estar convenido en una colectividad”. Algunas personas las ven como garantía de orden y justicia; otras, como obstáculos que limitan su accionar. Pero, nos guste o no, las reglas —cuando son producto del consenso social y democrático— existen para protegernos de los excesos, propios y ajenos.
Las reglas, en su forma más estructurada, se convierten en leyes, constituciones o acuerdos institucionales. Son resultado de debates, negociaciones y concesos que dan forma a los límites que sostienen la convivencia. Nos permiten establecer un marco común para ejercer derechos, exigir deberes y evitar el caos. Romperlas sin justificación no es rebeldía, es irresponsabilidad.
Desde una perspectiva filosófica, puede cuestionarse cualquier regla. No se trata de idolatrarlas ni de volverlas inamovibles. En una sociedad plural e imperfecta, muchas reglas están sujetas a revisión. Pero mientras estén vigentes, deben cumplirse. Romperlas arbitrariamente no es reforma, es capricho.
Por eso preocupa que el gobierno colombiano haya decidido suspender la regla fiscal. No en medio de una guerra, ni en una pandemia, ni ante un colapso financiero global. No. Se suspende porque la disciplina que impone estorba a sus planes. Y esa es una pésima señal.
La regla fiscal es una de las barreras más importantes contra el populismo financiero. Sirve para evitar que el Estado gaste más de lo que puede sostener, protege el futuro de decisiones apresuradas del presente y evita que el costo de los errores lo paguen las siguientes generaciones.
Gobiernos anteriores —incluyendo durante la pandemia del COVID-19, la peor crisis sanitaria y económica del siglo— respetaron la regla fiscal. No porque fueran santos, sino porque entendían su importancia como ancla de credibilidad internacional y estabilidad macroeconómica.
El actual gobierno, en cambio, la trata como un accesorio incómodo. La suspende para seguir aumentando el gasto sin el respaldo de ingresos suficientes, en un contexto de caída de la tributación y creciente endeudamiento. ¿Y en qué se gasta ese dinero? ¿En salud, educación, infraestructura? O peor: ¿se gasta o se diluye?
Vale recordar que la deuda pública no es ingreso gratuito. Es adelantar hoy lo que pagaremos mañana, con intereses. Tiene sentido si el gasto que se adelanta genera crecimiento económico, bienestar y retorno social. Pero si la deuda financia burocracia, subsidios mal focalizados o proyectos clientelistas, entonces solo sembramos pobreza futura.
El problema no es endeudarse; el problema es hacerlo sin responsabilidad. Y hoy el país se desliza por esa pendiente: déficit creciente, gasto desordenado, reglas desmontadas, señales confusas a inversionistas, y una clase dirigente más ocupada en su agenda ideológica que en garantizar la sostenibilidad de la nación.
¿De qué sirve suspender la regla fiscal si no se traduce en inversión real? ¿Valdrá la pena esta deuda acumulada? Me atrevo a decir que no. Ojalá me equivoque. Ojalá este gobierno me demuestre que puede hacer más que pelear con sus opositores y culpar al pasado.
Pero todo indica que lo que heredará al siguiente gobierno será una situación fiscal deteriorada, una economía más frágil, y un país más empobrecido. Y todo por no entender algo básico: las reglas existen para protegernos —incluso de nosotros mismos.
Le entregamos la administración del Estado a quienes no solo desconocen cómo se maneja una cartera pública, sino que tampoco saben priorizar. Su agenda ambiciosa se queda en discursos, mientras los problemas estructurales del país se agravan, sin solución, sin inversión eficiente, sin gasto transformador.
Las reglas no se hicieron para estorbar. Se hicieron para poner límites al poder. Y romperlas porque incomodan no es valentía: es negligencia, disfrazada de “flexibilidad temporal”.
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