Disminuir los riesgos en seguridad es una tarea titánica: la carrera contra la criminalidad y la violencia casi siempre parece perdida. Los criminales parecen estar tres o cuatro pasos adelante de los organismos de seguridad y justicia. Además, los hechos violentos parecen imposibles de prever, por más modelos predictivos que existan. Y para completar el panorama, los violentos han aprendido a adaptarse a las cambiantes dinámicas económicas, políticas y sociales.
Un rasgo persistente de la criminalidad de ayer, hoy y, seguramente, del mañana es la utilización de población joven. En medio de la tragedia de ciclos de violencia que no parecen terminar nunca, el Estado no ha logrado aún interrumpir el ciclo eterno de utilización de los menores en la ilegalidad. Y el ciclo se perpetúa, ya sea porque en algunos contextos el reclutamiento se presenta de manera violenta y forzada, o porque vía pequeñas tareas se va introduciendo a los menores al mundo de la criminalidad.
El camino no es sólo diseñar planes para aumentar la cobertura escolar en primaria, construir un parque para fomentar la recreación y el deporte, o diseñar programas de música y danza como opciones para el uso del tiempo libre. De hecho, lo mínimo que se esperaría de una administración local es que este tipo de estrategias formen parte de una oferta robusta, bien diseñada y sostenible en el largo plazo. La educación de calidad se ofrece porque construye capital social y fomenta la equidad, no porque se presuma que toda la juventud es una potencial amenaza delictiva.
En este sentido, el primer desafío es cómo implementar las mejores prácticas que permitan identificar a la población de mayor riesgo, es decir, aquellos jóvenes que hoy están en el límite y a punto de ingresar al mundo de la criminalidad. Este reto es grande porque implica ampliar el radio de acción de las administraciones locales, e impulsar la identificación de ciertos factores individuales que aumentan el riesgo de reclutamiento y participación de jóvenes en actividades violentas y criminales.
Es un trabajo que requiere una conexión con instituciones educativas, con las familias y con los líderes en los barrios, así como con fundaciones, empresas y otras organizaciones sociales. Implicaría, por ejemplo, conectar jóvenes que ya han terminado el bachillerato con una oportunidad para seguir cursando estudios superiores.
El segundo desafío radica en, una vez identificada la población de mayores riesgos, intervenir directamente en los factores individuales que presentan estos jóvenes. Ciertas vulnerabilidades que pasan por el manejo de emociones, el aprovechamiento de capacidades y talentos, y la certeza de un proyecto de vida, pueden trabajarse con acompañamiento psicosocial.
De lo anterior, ya existe evidencia empírica positiva en contextos como Chicago y Liberia. En Antioquia, el programa “Entornos Protectores” de la Gobernación de Fajardo había marcado una pauta sobre la necesidad de interrumpir estos ciclos. Y en Medellín la implementación del programa “Parceros”, que lideran un equipo de expertos del Centro de Valor Público de EAFIT y la Alcaldía de Medellín, ya ha empezado a arrojar cambios positivos en el grupo poblacional focalizado, permitiendo incluso evaluar la adaptación del modelo a otras ciudades y entornos no urbanos del país.
El tercer desafío seguirá siendo cómo intervenir de manera efectiva en el contexto social que rodea a estos jóvenes. Es posible que el éxito de las intervenciones psicosociales sea limitado si los jóvenes siguen siendo coaccionados por el combo que actúa en el barrio o el grupo armado ilegal que controla el territorio. Por eso es necesario insistir: disminuir los riesgos en seguridad es una tarea titánica. Esta debe impulsar a los gobiernos de turno a aprovechar toda su capacidad instalada y apostar por un equilibrio entre prevención y control. Siempre será más fácil pensar en ajustar la forma en la que se castiga el delito cometido por un joven: penas estrictas, eliminación de beneficios procesales, reforma al sistema de responsabilidad para adolescentes. Pero lo complejo –y necesario– es cortar la racha de jóvenes que, desde edades tempranas, están cerca de protagonizar los hechos violentos y criminales del futuro. Pensar en la siguiente generación no es un acto de esperanza ingenua, sino una estrategia sensata para romper el ciclo eterno de violencia.
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