Para escuchar leyendo: Defensa de la alegría,Joan Manuel Serrat.
En Colombia, uno de cada dos jóvenes estaría dispuesto a aceptar un gobierno autoritario siempre y cuando el mismo solucione los problemas esenciales del País, esto según un reciente estudio de la Fundación Friedrich-Ebert-Stiftung que ha puesto sobre la mesa una inquietud que no podemos seguir ignorando: en Colombia, una parte significativa de los jóvenes está perdiendo la confianza en la democracia. Aunque no se trata de un rechazo abierto al sistema, sí se percibe una inclinación creciente hacia figuras autoritarias que prometen eficiencia y soluciones rápidas, por encima de los mecanismos democráticos tradicionales.
Este fenómeno no es exclusivo de nuestro país. En toda América Latina, el desencanto con la política se ha vuelto común entre las nuevas generaciones. Los jóvenes que crecimos con promesas de modernización, inclusión y desarrollo, pero que hoy enfrentamos realidades marcadas por el desempleo, la desigualdad, la violencia y una institucionalidad que no siempre responde. No es que la juventud haya dejado de creer en los valores democráticos. Lo que ocurre es que han dejado de verlos reflejados en las decisiones de quienes gobiernan.
Para muchos, la democracia se ha convertido en un concepto vacío. Participan en elecciones, se forman, opinan, protestan… y, sin embargo, poco o nada cambia. Siguen enfrentándose a sistemas educativos rezagados, a economías informales que no ofrecen futuro, a colectivos o partidos donde la participación efectiva está reducida a pocos amiguismos donde el grueso de los jóvenes queda relegado a tareas logísticas, a servicios públicos deficientes y a una clase dirigente muchas veces más interesada en sus cálculos políticos que en el bienestar colectivo.
Es entendible, entonces, que muchos empiecen a mirar con interés a quienes prometen resultados inmediatos, incluso si eso implica sacrificar algunos elementos del modelo democrático. Pero ahí es donde debemos hacer un alto. No se trata de juzgar el descontento —que es legítimo—, sino de preguntarnos qué estamos haciendo para canalizarlo de forma constructiva.
En su poema Defensa de la alegría, Mario Benedetti dice que a esta hay que defenderla “como una trinchera, como un principio, como un destino”. Pues bien, hoy debemos defender la democracia como se defiende la alegría, porque es ella —con todos sus errores, con todas sus deudas— la que nos permite pensar, disentir, reunirnos, amar, crear, soñar. No hay libertad sin democracia. Y sin libertad, ¿qué tipo de alegría nos queda?
El riesgo no está en que los jóvenes cuestionen la democracia; al contrario, esa inconformidad puede ser una oportunidad. El verdadero peligro es que ese malestar termine siendo capitalizado por liderazgos populistas o autoritarios que ofrecen soluciones fáciles a problemas complejos. Ya hemos visto en otros países cómo ese camino puede terminar debilitando las libertades y concentrando el poder en manos peligrosas.
Necesitamos, entonces, una democracia que no solo se defienda desde el discurso, sino que se renueve en la práctica. Que sea más transparente, más participativa, más eficiente, más digna, sobre todo. Que ponga el foco en lo que verdaderamente importa: mejorar la vida de las personas. No basta con convocar a los jóvenes a votar. Hay que darles razones para creer, espacios reales para incidir, y resultados tangibles que demuestren que su voz tiene peso.
En Colombia y en gran parte de América Latina, esto pasa por recuperar la confianza en las instituciones, por combatir la corrupción con decisión y por construir liderazgos que escuchen antes de imponer, que dialoguen antes de confrontar, que sirvan antes de servirse.
La democracia, como toda construcción humana, requiere mantenimiento constante. No es un estado natural ni un derecho adquirido para siempre. Si no la cuidamos, si no la reformamos cuando hace falta, puede desmoronarse. Y cuando eso pasa, no siempre se reconstruye con facilidad.
Por eso, más que alarmarnos por el desencanto juvenil, deberíamos verlo como un llamado urgente a hacer mejor las cosas. A gobernar con más decencia, a legislar con más rigor, a escuchar con más atención. Solo así podremos devolverle a la democracia el valor que alguna vez tuvo: el de ser, por encima de todo, una herramienta para la dignidad, la libertad… y sí, también para la alegría.
Ánimo.
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