Distractores e instrumentalizados

Por siglos, los políticos han sabido identificar el dolor de los pueblos y convertirlo en ejército. La historia está llena de ejemplos: blancos contra negros, cristianos contra judíos, ciudadanos versus migrantes. Discusiones eternas, muchas veces violentas, que han llevado a guerras, persecuciones y odios heredados.

Colombia, como siempre, no se queda atrás. Centralistas contra federalistas, liberales contra conservadores. Cada época ha encontrado su enemigo interno, cada generación su causa para pelear entre sí. Hoy, el libreto se repite: petristas contra uribistas, izquierda contra derecha, “el pueblo” contra “la oligarquía”, “los fascistas” contra “los guerrilleros”. Categorías que ya no representan ideas, sino trincheras emocionales.

En este clima polarizado, quien no defiende de manera extrema una orilla es de inmediato etiquetado como parte de la contraria. La estigmatización no perdona: basta haber dudado, votado, o simplemente cuestionado, para ser descalificado con furia. No se discuten argumentos: se atacan personas. El que piensa distinto no es un interlocutor, es un enemigo.

Y mientras tanto, los políticos navegan con total comodidad. Cambian de bando con destreza, se alinean con quien les conviene, reparten contratos, se enriquecen y se reinventan sin pudor. Lo más absurdo es que cuando cruzan al otro lado, los reciben con los brazos abiertos. Todo se les perdona por la ideología que ahora representan. Sus errores se borran, sus intereses se justifican, su pasado se niega. La ideología, que debería ser un marco ético, se convierte en disfraz desechable.

Mientras nosotros nos peleamos en redes, dejamos de hablarnos con la familia, bloqueamos amigos, repetimos etiquetas. Ellos negocian, legislan, fortalecen su poder. Nos dividen porque les conviene. Nos polarizan para que no miremos hacia arriba. Y así, convertidos en sus peones, nos transformamos en sus distractores favoritos.

¿Qué tal si empezamos a discutir ideas sin descalificar personas?

¿Y si ponemos en proporción el riesgo de defender poderes sin cuestionarlos… y empezamos a preguntarnos por las consecuencias de esa lealtad ciega?

¿Qué tal si dejamos de ser ese ejército emocional que solo le sirve a unos pocos… y del que nos perjudicamos casi todos?

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