El petróleo, esa moneda silenciosa

El mundo está loco, y la mayoría de las veces, la razón es el poder. Venimos de semanas complejas, cargadas de noticias duras que, en lo personal, me han llevado al silencio como método de preservación de la palabra, cuando esta no tiene mucho que aportar.

Sin embargo, los días siguen, y aunque quisiéramos lo contrario, las cosas no mejoran. La semana pasada estalló una nueva guerra: el conflicto entre Israel e Irán. Una guerra por territorio, por ideología, pero, sobre todo, por poder.

Lo curioso de las guerras es que casi siempre tienen una moneda de cambio muy conocida: el petróleo. En medio de una transición energética que desde el discurso político gana terreno, las guerras nos recuerdan una realidad incómoda: el mundo aún no está listo para dejar atrás los combustibles fósiles.

Estudios estiman que, si el mundo se quedara sin petróleo, la sociedad actual tendría entre 10 y 20 años antes de entrar en un colapso sistémico, con un retroceso de cerca de dos siglos, volviendo a un nivel de desarrollo similar al del siglo XIX. No es una exageración: sin petróleo no hay transporte, sin transporte no hay distribución de alimentos, medicamentos ni insumos. La economía global simplemente se paraliza.

El petróleo mueve el mundo. No solo a los motores, también a las bolsas, a los gobiernos y a las decisiones diplomáticas. Determina quién tiene influencia geopolítica y quién no. Medio Oriente es el ejemplo más claro: cerca del 48 % del crudo mundial está en esta región. Esto hace que cualquier conflicto allí resuene en los mercados globales y, eventualmente, en nuestros bolsillos.

Incluso países con regímenes complejos o inestables —como Venezuela— logran mantener relevancia internacional gracias a sus reservas de petróleo. Esa riqueza subterránea otorga poder, protección e incluso indulgencia diplomática.

¿Por qué hablar de petróleo ahora? ¿Por qué romper el silencio para mencionar esta moneda silenciosa? Porque, queramos o no, en un mundo interconectado, los precios del petróleo nos pasarán factura, especialmente en lo que más temen los economistas: la inflación.

El precio del petróleo afecta directamente el costo de vida. Cuando sube, suben los fletes, el transporte público, los insumos agrícolas, y con ellos, los precios en general. Las guerras, los bloqueos de rutas estratégicas o la tensión en el Medio Oriente no son ajenos a nosotros: terminan impactando nuestro mercado local.

Colombia, como país exportador de crudo, podría beneficiarse de precios altos. Pero aquí el debate toma otro tono. El gremio de petróleo y gas ha alertado sobre regulación incierta, caída en la exploración y pérdida de competitividad. Tener el recurso, pero no las condiciones para aprovecharlo, es como tener la ficha, pero estar fuera del juego.

Por eso esta columna no es una apología al petróleo, sino un llamado a entender su lugar real en nuestra economía. No podemos hablar de transición energética con discursos sin respaldo técnico, sin infraestructura ni seguridad jurídica para lo que hoy aún sostiene nuestras finanzas públicas.

Colombia necesita hablar de petróleo con seriedad, sin extremos ideológicos. Porque el mundo está cambiando, sí, pero lo está haciendo en medio de conflictos, intereses cruzados y mercados inestables. Mientras tanto, lo que define la estabilidad de muchas economías —incluida la nuestra— sigue saliendo del subsuelo.

Negarnos a ver eso es como apagar la luz antes de tener una vela encendida. Y en economía, la oscuridad siempre se cobra caro.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/carolina-arrieta/

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