Mayo no basta

En Colombia, la esclavitud fue abolida en 1851, pero su legado aún se respira en
muchas esquinas del país. Para millones de afrocolombianos, la libertad jurídica no ha
significado igualdad real. No porque falten normas, sino porque persisten las brechas
más profundas: abandono estatal, inseguridad cotidiana e institucionalidad que aún no
logra reconocer, proteger ni garantizar de manera efectiva sus derechos.
No es necesario ir muy lejos para comprobarlo. Basta con revisar el mapa: Tumaco,
Bojayá, Timbiquí, Buenaventura, Guapi. Son territorios profundamente afro, pero
también lugares donde se cruzan, una y otra vez, la riqueza natural con el abandono
institucional y la violencia armada. Lugares en los que el Estado aparece, con
frecuencia, para prometer más que para cumplir; donde la seguridad suele traducirse
en militarización, pero rara vez en protección real o en oportunidades para vivir sin
miedo.
La conmemoración del Día de la Afrocolombianidad, cada 21 de mayo, debería
llevarnos, entonces, más allá del acto cultural. Debería incomodarnos. Debería
empujarnos a revisar qué tan estructural es la desigualdad que enfrentan estas
comunidades. Y qué tan poco hemos avanzado en traducir la multiculturalidad
constitucional en políticas públicas que reconozcan y transformen esa exclusión.
El acceso desigual a la seguridad y a la justicia es solo un síntoma más. En diversos
contextos del país, los jóvenes afro viven expuestos no solo a la violencia del crimen
organizado, sino también a la desconfianza institucional. Son más propensos a ser
perfilados, a enfrentar detenciones arbitrarias o a convertirse en sospechosos. Y
cuando los crímenes se cometen contra ellos –especialmente contra líderes sociales
afro– la respuesta del sistema judicial es, en el mejor de los casos, tardía. En el peor,
inexistente.
No se trata de una interpretación aislada ni de una queja sin fundamento. Es una
realidad ampliamente documentada por informes de la Defensoría del Pueblo, el
Observatorio de Discriminación Racial, la Comisión de la Verdad y múltiples
organizaciones étnicas que han evidenciado lo que las estadísticas oficiales no siempre
logran mostrar con claridad.
La violencia que afecta a las comunidades afro no es un fenómeno marginal. Es central
para entender las fallas de la convivencia en Colombia. Y también es clave para
construir soluciones duraderas. Porque sin justicia territorial, no hay paz posible.
Porque sin un enfoque étnico en la seguridad, seguiremos repitiendo fórmulas que
excluyen, fragmentan y olvidan.
La afrocolombianidad no puede ser solo una identidad que celebramos cada mayo. Es
también una agenda política que nos interpela: sobre quiénes tienen acceso a la
protección del Estado, sobre qué vidas se consideran prioritarias, sobre qué territorios
seguimos dejando atrás. Hoy, más que discursos bienintencionados, las comunidades
afro necesitan garantías que impacten positivamente su vida cotidiana. Y eso comienza
por reconocer, con honestidad, que la deuda no es solo histórica. Es presente. Es
estructural. Y es urgente actuar.

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