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El tercer jueves de noviembre celebramos el Día Mundial de la Filosofía, proclamado por la UNESCO en 2005. Ante tanta desesperanza y en días tan convulsos, vale la pena siempre festejar el amor a la sabiduría.
Llegué a la filosofía, de manera más formal, huyendo de la comunicación. Entonces estaba en un limbo hecho de vanidad y dudas; y supuse que sería “más importante” que me llamaran filósofa y no comunicadora.
El primer día de clase en la Maestría se sumaron mis inseguridades y temores con el acartonamiento del grupo de compañeros. Al mismo tiempo, me sentí en el lugar equivocado y en lugar adecuado. Entre clase y clase estaba más enredada y más lúcida. La filosofía ya empezaba a retarme con paradojas.
La filosofía me zarandeó. Despertó curiosidades y capacidad de sorpresa que estaban baste lejanas, medio abandonadas en cualquier cajón adolescente.
En ese revolcón, la filosofía me dio raíces. Me ayudó a refinar las dudas y, sobre todo, me bajó los humos. Me mostró el camino de reconciliación con la comunicación porque la iluminó y pude intuir profundidades y extensiones de la complejidad humana que me eran desconocidas.
La filosofía me cogió de la mano y me regresó al primer aprendizaje de la comunicación: la humildad. Con un susurro me puso de frente a la infinitud del conocimiento; a la incapacidad humana de saberlo todo; me mostró la vida en mi propia escala y me dio tranquilidad en medio de tantas dudas. Saberse aprendiz permanente es darse cuenta de que uno solo, nada logra; de que es con los otros que somos, que existimos como humanos. Nos necesitamos en el más bello sentido de lo mutuo.
Y esa fue la primera de las sacudidas. Después me enseñó que hay diferencia entre saber de filosofía y filosofar. Ambas muy difíciles; cada una con sus propias tentaciones de soberbia y con sus múltiples posibilidades. Aprendí que, aunque fuera de manera insuficiente, mi propósito era el segundo. Es decir, ser honesta con mis propias capacidades y mantener la capacidad de duda, la búsqueda de explicaciones, aún sabiendo que no hay punto final.
Aquello de amor a la sabiduría es, para mí, una manera de relacionarse con el mundo. Una de muchas. Es una forma de vivir en el que uno se enfrenta a dudas y problemas de manera permanente; pero, además, es una manera de comprender y actuar en relación con eso. Y esto es fundamental: no es el mundo solo de las ideas; es la relación entre la teoría y la práctica. Es reflexionar, y es, también, decidir de la mejor manera posible y actuar en consecuencia. ¡Semejante dificultad!
A la filosofía la celebro también porque me acercó a la belleza de la amistad con Pablo Múnera y con Daniel Yepes. Para el primero, cualquier cantidad de agradecimientos es mínima. Sé que lo menciono mucho en mis columnas, tal vez, porque frente a frente las palabras se quedan corticas para expresarle lo importante que ha sido en mi vida. Y con Daniel, curiosamente, el aprendizaje filosófico, es la confianza. El arrojo para hacer, aún, con dudas. Y claro, a la filosofía, cómo no agradecerle el amor. El de un compañero de salón que se convirtió en el amor de mi vida. Con el que aprendo, dudo, cuestiono, decido, actúo. Con Luis Felipe, la filosofía no es ajena, ni lejana. Es, también, fuente de amor.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/