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El polvo se fue pegando a las llantas que brincaban en la carretera.  En la parte de atrás de una camioneta Henry sostenía su rifle.

Eran los últimos, iban siguiendo a un camión rojo con el que les mandaban la comida a los campesinos de las veredas, y a un campero verde militar que venía desde Sincelejo. Solo se veían las lámparas de los carros iluminando el camino.

Salieron de Ovejas como a las ocho de la noche. Rogelio iba manejando, callado. A su lado, Norman, el copiloto, de vez en cuando rompía el silencio para decirles por dónde seguir, si adelante habían dado una curva, si se habían desviado, nada más, nada más sonaba que el ruido del motor.

Henry se había apuntado después de pensarlo por muchos días, porque era difícil, porque capaz que los cogían, pero al final irían a la fija, y estaban haciendo lo que tenían qué hacer. Esas veredas estaban llenas de guerrilleros.     

Llevaban viendo el paisaje hasta que llegaron a una casa grande al borde de la carretera. Habían llegado a El Palmar. El hombre se puso el pasamontañas, y salió del carro. 

Los pasajeros del camión y del campero bajaron primero. El capitán iba adelante, mientras que los otros veintinueve hombres esperaban su señal. 

Golpeó la puerta con el fusil, y preguntó por Francisco Chamorro. A Henry le sonaba ese nombre, sabía quién era:

Francisco Chamorro había sido concejal de Ovejas, era candidato a la alcaldía.

– ¡Váyanse, hijueputas! -gritó una voz de hombre del otro lado, a la que se le sentía un poquito de miedo.

– ¿Está muy caliente? -dijo el capitán, con rabia en su voz. – ¡Pue ‘ya va tú a ver cómo te vas a poner!

El capitán y Rogelio tumbaron la puerta de un disparo. Al hombre que les gritó lo tenían agarrado de los brazos, y lo arrastraban a la parte de atrás de la casa, iba forcejeando. Uno de los que lo llevaba le pegó una patada en la pierna, y el hombre chillaba de dolor. Henry lo había visto en la publicidad del pueblo. Era Francisco Chamorro.

En la casa se oían gritos por todas partes, gritos de pelaos jóvenes, de niños chiquitos. Eran la esposa y los hijos de Chamorro. Norman, Rogelio, y otros hombres fueron llevando al resto de la familia a la parte de atrás.

Chamorro estaba parado al lado de la poceta, lleno de moretones y con una herida abierta en la frente. Los que lo habían arrastrado tenían puestos sus rifles sobre su cabeza y frente a su pecho. Parecía haciendo un esfuerzo impresionante para no llorar del susto enfrente de su familia. Los miraba serio, impasible. Los otros hombres cogían al resto de gente de la casa. Ellos lloraban en silencio, sacudiéndose, algunos de los pelaos más grandes tenían moretones y golpes.

La esposa gritaba desesperada, les decía que no le hicieran nada, que no iban a hacer nada malo, que por favor los dejaron tranquilos.

Las súplicas se volvieron insultos cuando alguien apretó el gatillo.

Francisco Chamorro, el exconcejal, el candidato a la alcaldía, cayó contra el piso del patio de su casa. Henry vio cómo se le salió el alma de los ojos, quedando vacíos, huecos, mientras que su sangre salpicaba todo. El resto de los hombres le volvieron a disparar. Ya no quedaba más que un cuerpo flaco tirado en el suelo.

– ¡Eso le pasa a todos los que apoyan a la guerrilla! – les gritó Hugo, el conductor del campero, pisando la cabeza del muerto.

La sangre de Chamorro se derramó como si fuera vino en una copa quebrada, escurriéndose en el suelo, entre la manga. Su viuda les gritaba que eran unos asesinos, que se pudrieran en el infierno.

Hugo le pasó el cuerpo al compañero que tenía más cerca y empezaron a rotar el cuerpo de Francisco Chamorro entre todos. Algunos de los asesinos lo cogían como si fuera un muñeco de año viejo y se lo ponían a sus hijos en frente como si fuera un títere, y ellos fueran los titiriteros. Los pelaos gritaban y chillaban. Uno de los más grandes trató de coger el cuerpo de su papá mientras que lo iban pasando, y cuando lo trató de quitárselos lo tumbaron con un puño en el estómago. Cuando ya había pasado por todas las manos Norman se bajó los pantalones y le orinó al cuerpo de su víctima.

Al final, entre gritos y llanto los hombres salieron de la casa.  

Dejaron a la familia llorando al lado del cuerpo. Los iban a dejar para que limpiaran las manchas de sangre de la ropa colgada cuando tuvieran tiempo.

Henry sentía la culpa cruzándole por la columna, pasando por cada nervio de su piel. Se decía a sí mismo que eso era lo que había qué hacer, que esos guerrillos eran como un montón de ratas, que dentro de poquito se darían cuenta de que era lo mejor. Que si ese señor siguiera vivo le quitarían su casa apenas pudieran.  

Todos se montaron en los carros. Muchos estaban muertos de la risa, burlándose de cómo temblaba el muerto. Henry, en cambio, estaba serio, callado. La noche no había acabado. Iban a buscar más gente.

Unos días después encontrarían tres muertos más, y secuestraron por lo menos a un hombre. Otros dos nunca se encontraron.

La sangre se quedó seca entre el piso de piedra del patio, debajo del tendedero. Graciela estuvo toda la noche llorando por Francisco, había quedado sola. Francisco compartió con ella todos sus sueños, le dio una familia feliz, y en una noche acabaron con sus sueños con un montón de rifles.

Francisco les daba seguridad.

Francisco le daba a la gente ilusiones.

Ya nada estaba bien sin Francisco, no estaban seguros.

Primero ella y sus hijos se fueron para el pueblo, y así como ellos sus vecinos, los señores de Acción comunal compañeros de Francisco, y más gente de las veredas se fue.

No valía la pena matarse para seguir en la tierra, sus cultivos podían estar ocho días sin que estuvieran pendientes.

No importaba que sembraran la tierra, no importaba que trataran bien a la gente. Si hablaban con los guerrilleros eran guerrilleros. Nada más, nada más quedaba que irse, porque si no, para los otros serían guerrilleros.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/miguel-echavarria/

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