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Imagine usted que un día se levanta con la sensación de que puede hacer algo importante por el mundo. No es habitual dicha sensación, por lo cual, solicita que le preparen un café y enciendan el televisor. Terminadas las noticias, concluye que no hay nada de especial en el mundo: muertos acá, desaparecidos allá, Israel va ganando la guerra, Palestina va perdiendo a su pueblo; una mujer fue asesinada, un migrante fue deportado, los niños siguen siendo reclutados por los grupos armados y el dólar subió… Nada nuevo se dirá. Decide salir a caminar por el sendero que bordea su casa: flores, pájaros, el cielo, todo es posible en este lugar. El día apenas empieza. Sale de su propiedad en un impulso de experimentar algo que lo sorprenda. Así que toma un taxi y le ordena al conductor que lo deje en un lugar céntrico de Medellín. De repente, el vehículo se detiene. No era lo que se imaginaba, usted estaba esperando algo distinto. Enojado, le dice al conductor: “¿Qué clase de chofer es usted? Le dije algo céntrico, no esto”. El conductor, ofendido por su trato, se resiste a transportarlo. Ahora usted está cerca de la avenida Oriental. Siente mucho calor y se pregunta en qué momento descendió tanto, es como si hubiese bajado al quinto círculo del infierno según Dante, donde solo habitan la ira y la pereza. Ve gente en el suelo y se pregunta por qué no se los llevan para otra parte. Escucha conversar a un par de mujeres transexuales y se le sube el calor a la cara, está tentado a decirles cállense “maricas”, pero no lo hace, es un hombre culto. Presencia el paso de militares en motos y sonríe porque sabe que está protegido. Sigue alterado, así que ingresa a un café tradicional sobre Junín y ve gente de bien, linda, elegante, que le aporta a la ciudad. Pide una bebida y respira.
En control y sin gente que le estorbe, da rienda suelta a sus antojos, así que pide unos besos de negra. Es inevitable imaginarse a una extrabajadora suya que mientras fregaba el piso de su casa se “reía” de sus chistes sobre su origen afro. También recuerda que poco tiempo después fue denunciado por acoso y comportamientos racistas, pero está convencido de que “la gente pobre es de cristal y por ello no progresan”. Sale del lugar renovado. Sin medir las cuadras caminadas, se encuentra en la plaza Bolívar. Recuerda aquellos días donde Dios estaba en todos los lugares y no gente oliendo maluco y fumando marihuana. Son tan vívidos esos recuerdos que podría detallar las ropas de los arzobispos, presbíteros y diáconos que han pasado por allí. Quiere ir a la iglesia y tocar el portón, pero está seguro de que, si cruza la plazoleta, mínimo lo atracan o le pegan el sida. Así que se sienta en una banca, no sin antes utilizar su tarrito de antibacterial para limpiarla.
Los años no pasan solos, piensa mientras ve una pareja de ancianos tomando alcohol. Pobre de ellos, se repite: prefieren tomar chirrinche que comer, vaya que uno deje de comer un día a ver qué le pasa, obvio se muere, pero qué va, esta gente tiene estómago de gamín. Se sorprende de la cantidad de argumentos que construye mientras ve a los ancianos, ¡debería ser político!, se dice mentalmente.
Un grupo de jóvenes uniformados con trajes de la policía cívica pasa marchando por el lado suyo y esto le parece inspirador. El adulto a cargo del entrenamiento militar es un hombre que con dificultad puede moverse mientras carga un megáfono. Usted pensará que no por ser gordo es menos severo a la hora de disciplinar a los jóvenes, que, dicho sea de paso, por fin algo bueno están aprendiendo. Motivado por su convicción de que la única salida es la victoria armada del Estado sobre los criminales comunistas, decide sacar su celular y unirse a unos cuantos transeúntes que admiran tal despliegue. Está conmovido. Termina dándole las gracias a quien comanda este grupo de niños asustados.
Tan solo se movió unos cuantos pasos cuando escucha una voz que le dice que si quiere compañía o si se le antoja algún servicio. Rápidamente deduce que se trata de algo sexual. Asustado, se persigna tres veces y acelera el paso resguardándose en un pasaje comercial que a primera impresión le parece de quinta. No obstante, se imagina devolviéndose y solicitándole a aquella voz cerrar el trato, pero en su casa y bajo rigurosos parámetros de higiene. Mueve su cabeza como sacudiendo las ideas pecaminosas que le produce lo que considera como una “mujer de la calle”. Llega a creer que está sucio y procede a terminar el tarrito de antibacterial como si con ello limpiara el alma.
Siente que no tiene fuerzas para continuar caminando en medio de una ciudad que no es la suya, está convencido de que el centro de este centro no es usted. Se declara huérfano, incomprendido y al borde del colapso. Así que, con una llamada, usted solicita que su chofer lo recoja, no sin antes darle las debidas indicaciones del lugar donde se encuentra: “Oiga, llegue rápido al pasaje donde se hacen los satánicos, esos que huelen maluco a comprar camisetas”. Apenas usted se monta en el vehículo, siente que vuelve la vida. El conductor en silencio observa por el retrovisor. Alzando la voz, usted le dirá al conductor, ¿no va a preguntar cómo estoy? El conductor en voz baja, como quien calcula cada palabra, le pregunta: ¿Cómo está, señor? Un momento después se escucha su respuesta: sorprendido por la falta de empatía que me tiene esta ciudad. Ni le cuento.
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