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La situación política de Venezuela se ha convertido, a través de los años, en una obsesión para mí. Al principio, debido a cierta cercanía familiar con el diario acontecer de ese país, y por otro lado, por su fascinante historia política, especialmente la de los últimos veinticinco años. Dicha obsesión —y debo decirlo así, porque últimamente es un tema de mi interés diario y sobre el cual consumo varios contenidos periodísticos al día— ha crecido considerablemente desde las elecciones del pasado 28 de julio. A tal punto, que ya he escrito siete columnas sobre el tema en lo que va de este último trimestre.
Aunque Venezuela había permanecido ahí, latente, como uno de los temas a los que volvía esporádicamente, mi interés había caído en una especie de valle. Apenas lo consultaba de vez en cuando. La razón de esa baja en el interés es que aquella vez que el régimen estuvo acorralado y tan cerca de caer por la presión internacional, el consenso que generó Juan Guaidó provocó en mí, como en millones de personas en Venezuela y en el mundo, una enorme esperanza de cambio y un renovado entusiasmo democrático. Sin embargo, la dictadura de Maduro prevaleció, y el apoyo a la resistencia democrática se fue debilitando hasta convertirse en un mal recuerdo.
Después de los acuerdos de Barbados, en los que la dictadura y la oposición pactaron celebrar elecciones presidenciales,
y con el liderazgo indiscutible de María Corina Machado y Edmundo González Urrutia, me llené nuevamente de ánimos y optimismo, creyendo que esta vez, finalmente, algo sería diferente. No fue así. Ya todos conocemos lo que pasó, y no tendría mucho sentido profundizar en ese grotesco y ruin fraude perpetrado por el sátrapa para perpetuarse en el poder.
Sin embargo, parecía que esta vez todo era distinto, o así quise ingenuamente creerlo. Me empeñé en pensar que algo sucedería esta vez, que por fin Venezuela se encaminaría definitivamente hacia la democracia. Durante las primeras semanas, seguí con fervor todas las manifestaciones, declaraciones, conspiraciones y entramados diplomáticos, aunque todos fueron infructuosos. Ahí sigue el dictador, gozando de buena salud y estabilidad, y presto a continuar indefinidamente en el cargo.
Edmundo salió de Venezuela amenazado, quebrado en su integridad y coaccionado a firmar un documento en el que dice acatar las providencias de la “justicia” chavista. Detrás de ello —lo que algunos ven como una capitulación que hiere de muerte a la oposición— estuvo un hombre hasta ahora intrascendente, que había pasado desapercibido en los más cerrados círculos de la resistencia democrática venezolana y que gozaba, o goza, de la confianza del propio González Urrutia. Ese hombre es Eudoro González Dellán, un abogado radicado en Madrid con conexiones importantes con políticos españoles de gran relevancia, como el expresidente José Luis Rodríguez Zapatero. Este último oficia como interlocutor de la dictadura en el ámbito internacional, una suerte de canciller de Maduro.
Parece que el chavismo, a través de Zapatero y Eudoro González, logró persuadir a Edmundo para que abandonara Venezuela bajo una intensa presión, a pesar de haberse refugiado primero en la embajada de los Países Bajos y luego en la de España en Caracas. El embajador Ramón Santos permitió el ingreso de los hermanos Rodríguez (Delcy y Jorge) a la sede diplomática española, a pesar de que tienen sanciones que les prohíben pisar suelo Schengen. Poco se sabe de las horas previas a la salida de Edmundo González al exilio, casi nada del contenido de las conversaciones con el chavismo que le otorgaron el salvoconducto a cambio de su claudicación.
Aún menos se conoce sobre el oscuro papel que jugó el gobierno español, cuya exposición pública podría causar un escándalo político y diplomático de enormes proporciones. Con ello, el dictador logró su objetivo: quitarle la voz al legítimo presidente, debilitarlo moralmente y ganar una importante batalla frente a la oposición. La figura de Don Edmundo pierde fuerza, y las posibilidades de una transición democrática, en mi opinión, se cierran definitivamente. Esta parece una tragedia que se repite cruelmente en la historia venezolana. Solo queda una puerta abierta: la de deponer al dictador por las legítimas vías de hecho.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/