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Nuestra vida es la suma de las decisiones que tomamos. También de las que otros toman por nosotros. Por eso vivimos amparados por leyes que protegen nuestros derechos y nos exigen a cumplir nuestros deberes. También es el conjunto de las cosas a las que renunciamos que se convierten en lo que pudo ser.
Pero la vida también es un misterio que toma rumbos inesperados, aunque tengamos mil planes. Yo nunca quise ser mamá, no busqué con ansias locas a mi bebé, no se la pedí a Dios ni al cielo, y no fue una obsesión de vida. Pero sí elegí ser mamá, porque sé muy bien cómo se hacen los bebés y porque apenas vi la palabra EMBARAZADA en la prueba casera de embarazo supe que quería tener a esa hija que se estaba gestando en mi vientre.
Ser mamá ha sido el viaje más extraordinario en el que me he embarcado. Es exigente, pone a prueba todo lo que uno es, lo confronta con la pareja, con la sociedad, con la familia, con uno mismo. Pero tiene algo místico, algo cercano a lo sagrado y no sólo por lo sagrada que es la vida (lo cual es obvio), sino por todo lo que contiene. Es la quintaesencia de la existencia. A veces he querido salir corriendo y despertarme en Australia, pero a la vez hay una fuerza magnética que me hace soportar todo el peso del cambio de vida que llegó con ella. Ser mamá es descubrir la verdadera fuerza. Es habitar el tiempo en otro ser que crece cada día, que descubre el mundo con sus ojos nuevos y sus manitos torpes mientras uno envejece y queda también albergado en otro, como en un relicario.
Cada vez que miro a mi hija, por cansada o agobiada que esté, pienso en esa combinación de posibilidades, de decisiones, renuncias y azar que se dieron para que llegara ella. Y alucino. ¿Dónde estabas, hija mía, y por qué me demoré tanto en recibirte? ¿No es asombroso conocer a ese ser que llegó de la nada y que hace poco tiempo no existía y ahora lo inunda todo como si siempre hubiera estado?
La sacaron de mi vientre el 5 de junio a las 4:16 de la mañana de manera abrupta como el diagnóstico médico que me empujó al quirófano de manera urgente: un hematoma de ocho centímetros amenazaba la placenta donde estaba mi hija y había riesgo de desprendimiento. Si eso ocurría, ella se quedaba sin oxígeno y yo podía desangrarme. El nombre científico que aparece en mi historia clínica: abruptio placentae al 40%. Cada vez que pienso en ese instante definitivo que partió mi vida en dos un escalofrío me recorre el cuerpo como si tuviera los ojos de un animal salvaje mirándome fijamente en la oscuridad.
Han pasado tres meses. Noventa días de los cuales ella estuvo veintiocho en una incubadora terminando de madurar. Hoy es una bebé sana, fuerte y tranquila y yo estoy aprendiendo a ser otra mujer: una que es mamá, pero que sigue amando leer y escribir, hacer ejercicio y correr, ir a la peluquería, contemplar y malcriar a su perro, comer pizza y tomar cerveza, y también, despertarse cada día con el corazón encendido para llenar de besos a Agustina sabiendo que esa llama de amor nunca se apagará.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/