Libros prohibidos para mis hijos

Libros prohibidos para mis hijos

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Tengo dos hijos y a veces creo que soy una mala madre. Cuando digo “a veces” me refiero a varias veces al día: si se van para el colegio sin la fotografía que les habían pedido llevar, porque olvidé imprimirla; si termino de trabajar y quiero acostarme a leer un libro en vez de salir a jugar con ellos; si los dejo más tiempo frente al televisor porque no tengo un horario establecido ni interruptores de domótica que los desconecten del Youtube o del Playstation; cuando pienso en cómo se les acorta la infancia y la capacidad de imaginar, al haber dejado tan pronto los juguetes por preferir las pantallas. Ahora mismo, debería estar haciendo que dibujaran, armaran legos viejos o hicieran un experimento, en vez de estar escribiendo esta columna.

Practico pocas formas de disciplina con ellos porque, a duras penas, logro sobreaguar la mía. Tal vez haber sido más estricta y más constante me habría traído un porvenir de mayor éxito, con lo cual me asusta su futuro si el presente les toca vivirlo en manos mías.

Pero hay una misión que me tomo muy en serio, y es la de su “educación sentimental”. Hace poco el escritor Leonardo Padura usó ese título en su columna suya de El país, donde narra los acontecimientos de aquella noche de 1964 que lo llevaron a oír por primera vez la música de The Beatles en el tocadiscos de su casa, uno de los pocos que todavía funcionaba en La Habana de esa época, donde hacía tiempo no vendían aparatos domésticos.

Tenía nueve años, y fueron su primo y un amigo los que llevaron una placa de prueba para saber si valía la pena pagar por copiarla. “Esa noche, mientras escuchábamos esas canciones, yo estaba sufriendo una de mis conmociones más memorables. Una verdadera epifanía. Porque esa música se convirtió no solo en una muesca en mi sensibilidad, sino y sobre todo, en una adquisición indeleble”, dice Padura.

No puedo decir si una cosa parecida le ocurrió a Gregorio cuando le puse «Merecumbé de Johnny Colón en el equipo de sonido del carro, pero sí sé que después la volvió suya en su lista de reproducción de Youtube, que oye para hacer tareas. En esa colección de canciones aparecieron, meses más tarde, La zafra y Mambo influenciado, y fue él quien me las enseñó a mí, junto con otras de Jazz latino más denso que ya no logro disfrutar.

Hace pocos días empecé a leer con Agustín Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain, un capítulo por noche. Le conté que el libro era un clásico de la literatura y que cuando yo tenía su edad daban en televisión la serie en caricaturas (tuve que prometerle que la buscaríamos en Youtube, pero solo después y no antes de empezar la lectura). Nos reímos juntos con la sagacidad de Tom y los aprietos de la tía Polly para ponerlo en cintura. Le hablé de los barcos de vapor, del río Mississippi y de cómo la historia se desarrolla en el sur de Estados Unidos cuando aún había esclavitud.

Agustín todavía no sabe que hace pocos años otro libro de ese autor fue sacado de los programas educativos por “el uso de insultos raciales” en colegios de Minnesota y que hace más de una década la editorial NewSouth Brooks publicó en un volumen Las aventuras de Huckleberry Finn y de Tom Sawyer donde eliminó de los originales la palabra “nigger” y la reemplazó por “esclavo”, más políticamente correcta.

Tampoco que apenas el año pasado, los propios editores y albaceas de Roald Dahl le corrigieron palabras como gordo, feo o loco a libros como Charlie y la fábrica de chocolate o Matilda. Aunque creo que a nosotros nos llegó intacta esa versión en rima según la cual Caperucita Roja mató al lobo con un revólver y se hizo un abrigo con la piel, en Cuentos en verso para niños perversos. Casi nos mata de risa.

Leonardo Padura forjó sus gustos en medio de la dificultad que suponía obtener títulos de música o de libros en un país como el suyo, en una época como la suya. Y seguramente parte del encanto era la aventura de conseguir lo escaso o lo prohibido. Estos hijos del siglo XXI que también son míos, crecen en la época de la máxima democratización del consumo cultural, donde el acceso a la fama se les es negado a pocos y donde los factores de viralidad van más allá del talento.

He visto videos del aclamado Mister Beast y tuve que leer (también capítulo por noche) uno de los tomos de Los Compas, famosos youtubers de videojuegos que también ganan regalías de la industria editorial. Supongo que también son parte de la educación sentimental de mis hijos.

Pronto llegará el día en que sus gustos y los recuerdos asociados a ellos se pueblen de imágenes de amigos, viajes del colegio, fiestas, salidas a cine, y se desvanezcan aquellos donde aparece la mamá con el Kindle en la mano, o administrando las complacencias en el carro: Hit de road para Agustín, Camino al barrio para Gregorio.

Mientras tanto, seguiré leyéndoles libros censurados, clásicos infantiles de los que no lo son, como los de Oscar Wilde y los de Andersen. Y mostrándoles, como quien no quiere la cosa, músicas que se alejen del mainstream. De todas maneras llegarán al reguetón y a sus letras pobladas de culos redondos, shots pa’ la mente y moñas de krippy, mami. Que bailen, no seré yo quien juzgue y censure, habiendo tantos, en este mismo siglo, limpiando libros de incorrecciones. Eso sí, me daré por bien servida si descubro más adelante que alguno de los libros o de las canciones que les mostré, les hizo alguna “muesca” en su sensibilidad o al menos en en la memoria, cuando se les convierta nostalgia.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-montoya/

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