El cielo de Caracas

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Venezuela es un dolor compartido de todos los que amamos la libertad, Venezuela es una herida que sangra en todos los hijos del suelo que le señaló a América el destino de la independencia. Venezuela es presa de una banda criminal mareada con el opio de las historias fantásticas de los héroes que ellos usan de escudo pero que si vivieran no dudarían en luchar contra su tiranía.

Me negaba a escribir sobre el drama venezolano, me negaba porque existen ya demasiados expertos que han escrito, grabado o señalado demasiado sobre lo que ha pasado. Porque nada debe importar lo que yo tenga por decir (¿Qué mierda le importa la opinión de un columnista wannabe a alguien que tiene la angustia de la patria en medio del alma?). Me negaba por respeto, porque uno ante tanto dolor, cuando no sabe qué decir, debe optar por no estorbar con gritos asonantes.

Pero esta semana, me decidí a escribir reflexionando sobre el papel que desde lejos han tomado muchos de los que siguen paso a paso lo que acontece al otro lado de los llanos. Lo hago con hastío de los que defienden lo indefendible y siguen dando vueltas retóricas para sacar en limpio a un tirano que se ríe en la cara de la democracia y en la tumba de Bolívar, Miranda y Andrés Bello. Lo hago también con hastío de los que enarbolan la bandera sangrienta, reclamando con los ojos enardecidos que caigan bombas de manera inmisericorde desde el cielo de Caracas. Quieren guerra, exigen guerra ¿Qué importa que mueran miles, millones? Es un número más, otra estadística que puede ir al pabellón de mártires, al fin y al cabo, en Latinoamérica aprendimos a contarlos por millares.

A Maduro hay que desnudarlo en sus trampas, hay que trabajar con toda la decisión para evitar que se robe las elecciones, que escupa en la cara a un pueblo soberano que ya le gritó, desesperado, que se fuera. En enero debe posesionarse Edmundo González y esa es la única salida aceptable que puede tener esta crisis.

Pero ojo, mucho cuidado, el saber esto y reconocerlo no puede convertirnos en perros rabiosos que tiran baba por entre los colmillos, saboreando ver al dictador salir entre mantas por las puertas de Miraflores. El fuego nunca ha apagado fuego, y la solución a una dictadura nunca ha sido una guerra civil, que es el destino más lógico si se tomara la vía armada que defienden muchos a miles de kilómetros de la frontera.

Yo me ilusiono, no sin ingenuidad, con una caída del régimen movilizada por el hartazgo de su misma gente. Una movilización efectiva que le robe cada espacio de movimiento, que le quite el oxigeno a torpes criminales que no son capaces siquiera de maquillar una elección.

Yo me ilusiono con una Venezuela que vuelva a estar de pie, que vuelva abrazarse con la espuma, con las garzas, las rosas y el sol, que vuelva a recibir a sus hijos y donde se pueda no solo nacer, sino también vivir y morir. Una Venezuela de alma primorosa.

¡Gloria al bravo pueblo!  ¡Vida al bravo pueblo! ¡Libertad al bravo pueblo!

¡Ánimo!

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-henao-castro/

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