Banderas fundidas

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No me gustan las banderas porque se usan, sobre todo, para representar nacionalismos, esos patrioterismos que alimentan el miedo al diferente e intentan hacerles creer a algunos que son mejores que otros por ese azar delirante del rinconcito donde nacieron sin méritos. Pero, como todo, hay luces y sombras. En los Juegos Olímpicos las banderas reunidas emocionan como símbolo de las posibilidades maravillosas del talento y la integración desde la diversidad. Que miles de soñadores de lugares remotos del mundo se reúnan tras entrenar durante años, tras vencer montones de obstáculos particulares persiguiendo una pasión, y se encuentren para abrazarse en esa complicidad que surge de los sueños compartidos, esa que imprime la certeza de la irrelevancia de las banderas y las razas ante lo abrumador de la humanidad, hace de este evento algo muy bonito, una celebración de la capacidad humana de sobreponerse a desventajas y burocracias y prejuicios, de nadar a contracorriente para agarrar la propia vida por el cuello y llevarla por donde arda y conmueva y cada segundo valga la pena.

Se ven, cada vez más, participantes cargando banderas de naciones de las que no son originarios: inmigrantes que tienen el doble mérito de brillar en el deporte tras haberse dejado la piel por el camino de los que no nacieron premiados con la cuna tranquila. El camino de los que nacieron entre llamas o vieron a sus padres cargar con las quemaduras de sus propios nacimientos y llevarse la vida en bolsas para implorar un papel que les concediera la posibilidad de despertar sin miedo.

Y ahí, cuando esos inmigrantes de colores o costumbres incómodas alzan las banderas prestadas para regalarles oro, plata y bronce, ahí sí los celebran los dueños legítimos de esas patrias, como diciendo este sí no es un delincuente, este no representa peligros, este sí se ha ganado el privilegio, este es una excepción. Mientras tanto, a muchos les sigue incomodando que brillen distinto y se multiplican por millones bulos como el de que fue un inmigrante musulmán el que mató a las tres niñas en Southport, Inglaterra (decía el editorial de El País que “los ultras intentarán capitalizar cualquier incidente”). Aunque, hay que resaltarlo, miles de personas marchan estos días en Gran Bretaña contra el fascismo).

No sé si se hayan preguntado qué hay detrás de cada triunfo de esos atletas. No sé si sepan que para entrenar primero hay que estar vivo, hay que haber comido, dormido, hay que sentir que se tiene a dónde llegar cada noche, hay que poder creer en que se es una persona que merece intentar perseguir un sueño cada día. Mientras a alguien se le acose y se le taladre su humanidad diariamente con esa narrativa venenosa acerca del horror que representa, no hay posibilidades de que surja su mejor versión, o se reducen al mínimo.

Escribía hace poco Pau Luque Sánchez que se le ocurrían “pocas ideas sustantivamente más fascistas que aquella según la cual ‘los migrantes deben integrarse’”, como si los dueños de la libertad para vivir según las propias costumbres y deseos y emociones fueran los que estaban primero en un lugar, y como si los que llegaran carecieran de “autonomía y agencia” y debieran mimetizarse, ser compatibles. Tantas veces la raíz de los problemas está en ese exigir que los demás sean más como nosotros.

Llama la atención que tanta gente que está hoy enardecida defendiendo la democracia venezolana sea la que prácticamente nunca ha expresado interés alguno en otros dolores del mundo, y la que identifica instantáneamente a los ladrones con los inmigrantes venezolanos. ¿Qué es lo que realmente les preocupa y les duele? Hablaba Mario Duque en su columna de cómo las falsas equivalencias entre Venezuela y Colombia son tantas veces “tramposas y ruines, pues se valen de la tragedia de un pueblo para hacer proselitismo”. Hay que intentar mirar más de cerca las motivaciones de las ideas que se defienden, para que ojalá estén más relacionadas con una visión del mundo más humana y más justa, y menos con el propio interés y las ganas de tener la razón.

En fin, que es solo una oportunidad para reflexionar sobre la importancia de abrirles las puertas a quienes llegan extenuados, en busca de la última esperanza, y celebrar la diversidad, la belleza del talento, lo alucinante que hay detrás de los sueños, y que esos sueños no tienen banderas porque sus colores se funden cuando las personas que las portan se abrazan habiéndolo entendido todo.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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