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Petro quiere derechos de autor

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No puedo pensar más que en estas dos razones por las que el gobierno de Gustavo Petro destapó las cartas y decidió poner a Juan Fernando Cristo a convocar a una Asamblea Nacional Constituyente por las vías institucionales, cuyos tiempos sobrepasan su período de mandato.

La primera, que el proceso de aprobación de la ley, la posterior revisión constitucional, y el subsiguiente proceso electoral de referendo, donde más de 13 millones de colombianos tendrán que decir sí a la Constituyente, van a justificar la parálisis institucional y gubernamental en los dos años que restan.

Dicho de otro modo, el Presidente perdió el interés de concentrarse en ejecutar su mandato, insistiendo en reformas sociales para las que no logró acuerdos, y ahora tendrá un foco superior, más grandilocuente, con el que podrá pasar al a historia en su rol de promotor y diseñador, para que el siguiente mandatario de encargue de la ejecución. Ante eso, queda plenamente justificado que no se haga nada más durante su período presidencial.

La segunda es que nos gobierna una persona con una misión refundadora del país. Con esta idea en la cabeza es fácil darse cuenta de que, por más reformista que sea un gobierno, solo puede ofrecer transformaciones graduales. Y lo gradual no sirve. Menos, tras dos años de ejercicio donde es poco lo que se ha podido cambiar al gusto del Presidente. Cuando se tiene entre el pecho y la espalda tal asignación histórica, los tiempos se vuelven bíblicos: ¿qué son cuatro años ante la posibilidad de ser el iniciador de una nueva era?

La suya es una paciencia tibetana si debe esperar dos años para que el proyecto se materialice y tal vez otro año y medio más, como poco, para que el nuevo texto constituyente se redacte, si puede ser protagonista: si puede, con los acuerdos de paz que para esa época estén vigentes, garantizar puestos en la Asamblea a los miembros del Comando Central del ELN y a los jefes de las múltiples disidencias para materializar así, aquello tan difuso “del perdón social”, uno de los nueve puntos que lo impulsan al planteamiento constituyente. Si puede seguir haciendo política en plaza para movilizar escaños para sí y para sus seguidores. Si puede, cuando escriba otra vez sobre sí mismo, atribuirse una nueva constitución del país.

Petro quiere un nuevo ordenamiento territorial, un nuevo sistema económico al que llama “pacto por una economía productiva”, una reforma agraria (aunque ya exista); que la salud, la educación y la pensión sean derechos fundamentales, aún cuando los dos primeros ya están en la Constitución y el tercero va en camino con la recién aprobada reforma. Desarrollo económico y social de los territorios excluidos, que ya está en su plan de desarrollo; la adaptación a la crisis climática que expertos constitucionalistas no ven por qué tal marco jurídico no cabe en la Carta del 91. Quiere reformas judiciales y políticas, que no ha presentado como reformas constitucionales al Congreso.

El problema de que el deseo de Petro se materialice son los vientos que soplan. Y no son vientos constituyentes, que el Presidente quiere despertar como si fueran una bella durmiente que revive con un beso. La última encuesta de Invamer Gallup muestra un 32% de aprobación y un 62% de desaprobación al Primer Mandatario.

Son vientos de desconfianza y polarización que vienen de todos los puntos cardinales. Desde dentro, acecha una oposición fortalecida moralmente por el fracaso del gobierno; un estado permanente de perplejidad ante los escándalos, verdaderos o falsos; regiones enteras cercadas por la acción ilegal. Desde el norte y el sur, vienen influencias de ultra derecha cada vez más admiradas por nuestras figuras locales de la política.

Y pasan dos cosas con esos aires: que las constituyentes se hacen con procedimientos democráticos donde todas las fuerzas participan y no hay razones para pensar que en dos años y medio o tres, el progresismo resulte mayoritario. De hecho, el primer tripulante del barco es el propio Germán Vargas Lleras, representante de la política tradicional colombiana.

La segunda, que poco o nada de lo que angustia a la gente, simpatizante o no del Presidente, carece de marco legal o de políticas públicas vigentes. Se haría bastante implementando lo que está planteado, empezando por el proceso de paz.

Era distinto en el 91: el país estaba minado por la fuerza del narcotráfico; recién habían ocurrido los magnicidios de cuatro candidatos presidenciales, entre ellos el de Galán y el de Pizarro; había un movimiento estudiantil y juvenil orgánico, sin color político que enarbolaba la esperanza de salvar a Colombia. Estaba recién hecha la paz con el M-19  y el marco reinante venía de la Regeneración conservadora de Nuñez y Caro, con 100 años de antigüedad. El acuerdo nacional fue auténtico y el país vio en la misma mesa a Antonio Navarro, del M-19; al conservadorsísimo Álvaro Gómez Hurtado y al liberal Horacio Serpa presidir la Asamblea.

En el 91 no hubo un clamor fabricado por el gobernante de turno. Y sí conquistas como la tutela, la consagración de los derechos fundamentales, la democracia participativa y un diseño estatal con mayor independencia de poderes que creó la Corte Constitucional, la Fiscalía y el Banco de la República. Conquistas que se pueden perder en el ambiente enrarecido que quedará de todo este proceso.

Después uno lo piensa y se le ocurre otra razón del embeleco de Gustavo Petro. Es curioso que entre las evocaciones al M-19 que ha hecho el Presidente en el Gobierno están, la espada, la bandera y el sombrero de Pizarro, pero no la Constituyente, aporte y hechura, en buena medida, de ese movimiento político que le siguió al guerrillero, donde su firma no estuvo. Era impensable también que un presidente como Petro hiciera lo mismo que Duque o menos por el acuerdo de Paz de 2016 y que permanezca impávido ante el asesinato de los desmovilizados y la violencia en las zonas donde permanecen. Esa paz tampoco tuvo su sello.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-montoya/

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