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Biden, ni aunque se quite

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Lo desolador (porque desolador es la palabra), después del primer debate por la presidencia de Estados Unidos, es que Trump va a volver a la Casa Blanca. Aunque Biden se vaya, que no se quiere ir. Aunque lo saquen, que no se puede sacar.

Cuando dejó la Presidencia en 2021, unos días después de que simpatizantes suyos se tomaran por la fuerza el Capitolio, Donald Trump salió de la casa presidencial en helicóptero como si fuera un fugitivo, antes de que llegara el nuevo inquilino. Hoy es un convicto, condenado por falsificación de registros con el fin de ocultar que le pagó a una actriz porno para que callara sus amoríos con él y no perjudicara su candidatura en 2016. Y aún cuando es la encarnación de los antivalores que horrorizan al estadounidense citadino y educado; al ciudadano global, citadino y educado, va a volver a ser elegido.

En parte tal es la causa de que “los malos” se estén entronizando en tantas latitudes, como si el mundo estuviera siendo encuadernado entre las páginas de un cómic siniestro, donde se reeditan todas las pestes que la democracia liberal creyó superar: las supremacías raciales, la xenofobia, los nacionalismos, los populismos, los machismos.

Se trata de una pretendida superioridad moral de las sociedades educadas que sostienen que el éxito y el ascenso social son atribuibles única y exclusivamente al esfuerzo individual; y de la concepción que adoptaron los partidos tradicionales, liberales y conservadores por igual, de que las leyes del mercado, por sí solas, son capaces de cobijar con bienestar a todo el mundo. En un sistema así, según se explica ampliamente en el libro La tiranía del Mérito, la sociedad queda dividida entre ganadores (con el complejo de superioridad que les da sentirse poseedores del mérito) y perdedores (con el complejo de inferioridad que les da sentirse mirados por encima del hombro por los demás).

Ganan, en política, los capaces de interpretar esa rabia contenida que no proviene solamente de la asfixia económica, sino de la falta de autoestima. Gana Trump.

Y el problema es que este señor no solamente no es un recién llegado, sino que se ha forjado ideológicamente a pulso, bebiendo de las fuentes del paleoconservadurismo y la derecha alternativa, que reniega de los símbolos históricos como Reagan o Thatcher, por tibios y blandengues al abrazar la apertura económica y el neoliberalismo.

En 1987 el magnate Trump pagó anuncios de página en el New York Times y en el Washington Post para publicar una carta abierta en la que protestaba por el gasto público de Estados Unidos invertido en conflictos exteriores. Decía que los países debían pagar por esa protección y que la plata se debía quedar en América. Años más tarde, como Presidente, sostendría que los mexicanos debían costear el muro fronterizo.

Y en las décadas siguientes materializó en su discurso lo que había elaborado en 1993 Samuel Francis en su libro Beautiful Losers: que había una América de la mitad, excluida de las políticas públicas, desplazada por la globalización, minimizada, desatendida y blanca, conteniendo la rabia de ver a los políticos favoreciendo a las élites ricas y sosteniendo con subsidios a los pobres (nativos e inmigrantes), que bien podrían trabajar.

Trump no solo se conectó con estos votantes, sino que logró que la narrativa radical se incorporara al oficialismo Republicano. Una narrativa de supremacías y polos: mayorías sobre minorías, nativos sobre inmigrantes, nacionalismo y localismo contra globalización.

Va a ganar porque las circunstancias no han cambiado. Por más que los números de la gestión de Biden sean buenos, no existe ni en Estados Unidos ni en el mundo un discurso alternativo que le haga contrapeso al simplismo de la derecha radical. El partido demócrata y el resto de corrientes más liberales se acostumbraron a fracasar, a navegar en canoa por las tempestade de las crisis y a tener nada que decirles a estos electores. Dice el profesor argentino Ezequiel Ipar, que nos encontramos en los niveles de desigualdad que tenía el mundo a finales del siglo XIX, y no hay respuestas políticas desde la filosofía liberal que logren abordar el problema con eficacia.

Y va a ganar por la fuerza de su personaje, un showman televisivo, que se comunica desde la autoridad. Más bien, desde la superioridad. Así lo hizo con Hillary Clinton en 2016 y en esta campaña Biden le entregó el plato servido: El mundo vio a un fuerte contra un débil, a pesar de las mentiras rampantes del primero contra los datos verificables del segundo.

En un libro que se llama Cómo hablar con ignorantes el alemán Peter Modler dice que hay tres niveles de comunicación: la charla compleja (high talk), donde los interlocutores permanecen en la dimensión de los argumentos, y establecen una relación de igualdad; la charla simple (basis talk), que se caracteriza por frases cortas y afirmaciones repetitivas. Su objetivo no es ganar la discusión, ni establecer argumentos, sino expresar jerarquía. Y la charla corporal (move talk), que refuerza el fin de la anterior, mediante el lenguaje corporal.

Trump jamás usa el high talk, entonces los demócratas no pueden ganarle. Y  desperdiciaron cuatro años para comunicarse con los que mejor le entienden.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-montoya/

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