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Un padre como el mío

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Siempre he creído que uno de los mejores regalos que se pueden dar o recibir son las cartas, entonces a mi papá le he dedicado tantas que ya perdí la cuenta. Primero con crayola, luego con lápiz de color, después con portaminas, y ahora con lapicero.

En el último día del padre, hace dos semanas, fue la primera vez que no supe qué escribirle. Me senté en el escritorio a desmenuzar su último año; como a pesar de la enfermedad de mi hermano, del tener a su primogénita tan lejos, de tenerse que separar de su esposa durante semanas, yo seguía sintiendo su amor.

Seguía interesado por mi vida al otro lado del mar, me preguntaba cómo me estaba yendo en las clases, seguía leyendo mis columnas y compartiéndolas con sus amigos. Él, en vez de cortarme las alas, de desplumar mis sueños, lo que hizo fue empujarme hacia ellos.

Sin cuestionamientos aceptó que estudiara la carrera que yo quisiera, me apoyó cuando le dije que me iba del país, y aunque no se autoproclama como feminista (a pesar de que lo es), me acompañó a todas las charlas, actividades, entrevistas y reuniones. Escuchó como hablé de derechos de la mujer, de aborto y libertad, y aunque sé que no estamos de acuerdo en todo, tengo la certeza de que siempre lo veré entre la multitud.

Aprendí a hacer trenzas porque él tenía el pelo largo y era el primero en sentarse en el suelo para que yo pudiera practicar. Cuando llegaba del trabajo teníamos un saludo especial que incluía hasta vuelta canela en el aire, y me leía los cuentos antes de dormir.

Hace poco empecé a notar que, en las noches, cuando le cuento sobre mis días, tiene los ojos rojos de cansancio; alrededor de sus iris, idénticas a las mías, se posa un manto rosado por falta de sueño, o como consecuencia de sus laboriosas rutinas. Pero me pregunta, se interesa, se enorgullece.

Lo que antes parecía normal ahora lo asumo como el privilegio que es. Porque el tener un papá como el mío, en un país donde la familia tradicional la lidera la madre soltera, no es lo normal.

Uno que organice las reuniones con los profesores para las entregas de notas justo en su hora del almuerzo para poder estar presente, o que cada viernes durante dos años se enfrente al tráfico de Medellín para ir a mis ensayos de la banda en la que cantaba. Solamente porque quería verme brillar.

Uno que ante mi llanto desconsolado por la muerte de La Pola en la telenovela cogiera su almohada y la acomodara junto a la mía, para que yo no pasara la noche sola. O que, cuando lo llamé ahogada en el dolor que me produjo una ruptura amorosa, lloró conmigo. “Dale tiempo al tiempo, mona. Tú eres capaz con todo,” me dijo.  

Es un privilegio ser su hija, no solo porque es un gran papá, sino por quien él es fuera de este papel. Porque nunca le niega un saludo a nadie, tiene más amigos que pelos en la cabeza, y es capaz de pedir perdón. Él, quien me enseñó que la humildad es la mayor virtud y la mediocridad el peor defecto.

Porque mi papá no hace nada a medias. Ningún partido de fútbol, béisbol o softball lo juega sin dejar el alma en la cancha, ni omite detalles de las historias que cuenta. No se ríe a medias, ni siente a medias, y menos el amor. ¡Y qué fortuna la mía! Una vez ganado su corazón, él es incondicional, y lo único que yo tuve que hacer para ganármelo fue nacer.

Es de esperarse que nuestras peleas tampoco sean mediocres. Si nosotros discutimos, como con todo, dejamos el alma sobre la mesa. Pero ha sido gracias a esa falta de censura en nuestras conversaciones que he encontrado mi voz. Con su inteligencia siempre encuentra el punto débil en mis argumentos, me cuestiona, me interroga.

La semana pasada, Luisa García, brillante columnista, publicó por este mismo medio Mi padre, mi Estado. Nos pregunta, ¿si se construyen otras formas de paternar podremos construir otras formas de participar en la vida pública?

Creo que sí. Me gusta pensar que soy una persona de ideas públicas, pero de vida privada. Nunca me ha dado miedo criticar lo que no anda bien, casi nunca tengo pelos en la lengua para decir cómo me siento, y he logrado emplear las herramientas de conversación que heredé de mi papá para convertirme en alguien mejor.

Mi relación con el Estado, con la democracia y la sociedad son producto del padre que tuve. La infancia que me regaló, las lecciones que me dio, y lo presente que siempre estuvo. Reitero, en un país de madres solteras, el tener un padre así me enseñó a llevar los pantalones bien puestos, a exigir sin idealismos, y a construirme como ciudadana.

Por más cliché que suene, por él, soy. Y por él seré. Gracias a la figura de mi padre aprendí a luchar por lo que quiero, a hacer todo con pasión. Aprendí que cada persona que me rodea es un mundo entero de consciencia, y que mis palabras sí tienen el poder de cambiarlos. Ahora reconozco que lo privado es político, que las conversaciones en la mesa del comedor de mi casa sí tienen incidencia en el mundo exterior, y que eso es lo que tanto le falta a Medellín.

Por tener un padre presente pude abrir mis ojos ante un Estado ausente. Porque yo soy astilla y él palo, tengo la esperanza de que Colombia cambie. Especialmente, porque confío en que, cada vez más, habrá padres como el mío.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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