Inteligencias que lloren

Inteligencias que lloren

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“Huyamos de quien no tiene nada que decir y da lecciones.” Javier Gomá.

A través de la ventana me llega ese sonido que adoro de las ramas de los árboles sacudidas por el viento, pero también el ruido ensordecedor de la volqueta de una obra que parece que no parara nunca; alcanzan mis oídos los conciertos de varias especies de aves, pero también los insultos y las carcajadas de los trabajadores de la obra; oigo a veces el terror de las motosierras, pero también, hace poco, aterrizó en mi escritorio una semilla cuyos hilitos blancos se formaron en el universo de algún árbol y le permitieron volar hasta mí. Todo eso influye en mis días y en las letras que quedan al final sobre mis páginas. Porque, justamente, a esas páginas trato de llevar la vida, que es todo eso, el balance del llanto y la risa cada instante.

Decía Sergio del Molino que seguramente lo hará muy bien la inteligencia artificial que remplace a presentadores y actores, pues no sentirá cansancio, ni estará pensando en sus problemas; que el futuro no le parece escalofriante, sino triste, pues detesta la perfección. “De mis escritores favoritos me gustan sus manías, sus reiteraciones, sus flaquezas y esas piedritas en las que no pueden evitar tropezar. Me enamora lo inarmónico y lo que rompe la simetría: una nariz torcida, una peca, el gesto de subirse unas gafas, un tic apenas perceptible que delata una timidez sin superar. Esas cosas”, escribe. Y estoy de acuerdo, hoy más que nunca, en medio de este mar de imágenes de vidas, productos, hábitos, trabajos, narrativas y pieles impecables, de gente que uno se pregunta si alguna vez mira por la ventana, si le entra el polvo.

Quien no se asoma a la profundidad de las heridas propias y ajenas —a la del mundo mismo— vive tras un velo, observa desde un plano general que lo priva del detalle que es la vida. Es fácil espantar en una red tan superficial como Instagram al compartir imágenes del desangre de Gaza. A lo mejor hay gente que solo quiere ver bonito y que cree que mientras no mire no sucede. Yo no me sumo a ese adormecimiento. Me resulta extraño y aburrido que todo tienda hacia un solo lado, el lado feliz, porque no hay nada real ahí. Hablaba en el podcast Universo No Apto con Mariana Matija, autora del libro Niñapájaroglaciar, sobre la anestesia que domina a buena parte de la sociedad frente a, por ejemplo, la crisis ecosocial: me decía ella que lo que se nos olvida es que la anestesia evita el dolor, pero también el placer; puede ayudar a creer que no nos importan o no nos afectan todas esas cosas horribles que suceden, pero también insensibiliza frente a la belleza, que es justamente lo que hace que merezca la pena vivir.

Rechazaba tajantemente Eduardo Galeano que lo tildaran de intelectual, diciendo que no quería ser una cabeza rodante, divorciada del cuerpo, recordando a Goya con su idea de que “la razón genera monstruos”, y resaltando la importancia de esa “fusión contradictoria, difícil pero necesaria, entre lo que se siente y lo que se piensa”. Advertía lo cursi de quien sentía pero no pensaba, y lo pavoroso de una inteligencia sin corazón.

Necesitamos complejidad para florecer, dolor y belleza para ser, para que algo crezca y se transforme dentro y que entonces haya una mirada propia, única, que caracterice nuestro lenguaje, nuestra forma de llorar y de reír. La inteligencia artificial jamás podrá sentir para crear a partir de su propio balance, sino que es la representación perfecta de la anestesia: nada le duele y nada le parece bello, simplemente tiene una capacidad incansable de reunir información existente para crear nuevas sumas, cuyos efectos en lo que sientan los seres humanos nunca conocerá.

Así, sin sentir, es esa inteligencia artificial la que define objetivos en la guerra de Israel contra Gaza, calculando daños colaterales aceptables (trescientos civiles muertos son aceptables cuando hay un alto mando de Hamás en la zona, por ejemplo) y dando luz verde para apretar el botón asesino. Es extremadamente fácil matar cuando no se siente, proteger cuando se ama. Por eso el ser humano se llama humano, y necesitamos de esa esencia no solo si queremos conservar la belleza del mundo, esa que hace que todo merezca la pena, sino también si simplemente queremos vivir.

Detecto la belleza más pura, la única esperanza, en una inteligencia capaz de llorar.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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