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La alegría abunda. La gente parece no acabarse. Se celebra por razones intangibles, preordenadas por el orden del mundo. Esparce un velo de tristeza y melancolía sobre el corazón de todos los colombianos en el exterior. Esos que escuchan a Diomedes cantarle al corazón “hay corazones que les da tristeza, que les da tristeza el llegar diciembre”. Eso es diciembre en Colombia.
Vivir estos días mágicos y venerados sí es una experiencia especial. La explosiva alborada, la mordida seca de los buñuelos, la música abundante en toda tienda, las luces colgantes sobre cada balcón, las sonrisas apuradas en los comercios. Sí es una época especial. Sí es una razón por la que estar agradecidos por nuestro país. Tenemos una época de felicidad inexorable, en nuestro corazón y pesimismo eterno supimos clavar una estocada de goce en cada vuelta al sol.
Es ahora que logro verlo todo. Ahora que regreso a vivir cada día de clima estelar, donde, hasta Zeus, montado en su nube pachangera, escuchando Ojitos Hechiceros, decide regalarle a todo el país brisas cálidas para el calor de la costa, cielos azules para el clima templado de los andes y una ausencia casi perfecta de la lluvia. Es que venga lector, para nombrar un tipo de música alrededor de una época del año tiene que ser una cosa muy especial.
Es en diciembre que nos damos cuenta tantos que somos en el país. Donde añoramos los lugares comunes, la bulla y la felicidad ajena. Donde brindamos con más ganas (quizá demasiadas) porque vivimos un diciembre más. No un año más, un diciembre más. Donde los cantos de las novenas, acompañadas de natilla, chismoseo de las tías y uno que otra oración logran unir a las familias con una disciplina suprema. Donde el prender velitas enamora a los niños y los quema en sus empeños por tener la bola de cera más impresionante de todas. Donde las billeteras, atiborradas de ahorros para los aguinaldos, por fin se desinflan y cumplen la función para la que se prepararon todo el año. Donde nos atrevemos a mostrar cariños materiales y físicos. Donde el amor parece tan presente que es casi imposible no enamorarse, y por eso sufrimos de una epidemia de niños virgos y libras nueve meses después.
Las casas desempolvan, casi sacramente, todos esos adornos que parecen comprados en otras vidas. Adornos que acompañarán el crecer de los niños, y que después los obligarán a confrontar una nostalgia insoportable cuando aún, 15 años después, el mismo pesebre engalane la casa de sus vidas. Las bolas de Navidad cuelgan de árboles antiguos, o nuevos, o ni fu ni fa, pero cuelgan, porque no tener el árbol en diciembre es peor pecado que vivir en casa sin agua y gas.
Y las ciudades, sin otra razón que enamorar aún a su gente se visten y se cuelgan como pendientes alumbrados que ilusionan y excusan planes familiares y de amistades para ver destellos que terminan regalando felicidad.
Diciembre en mi país es alegría. Es un regalo que decidimos construir sin darnos cuenta muy bien por qué. La felicidad, pienso yo, debería ser tan fácil como nosotros la creamos en este especial mes. Queda decirle, querido lector, vaya disfrútelo. Es un privilegio estar acá en estas épocas.
Un abrazo y gracias por este año.
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