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El fantasma sigue ahí, como el dinosaurio de Monterroso. Y no sabemos qué hacer con él. Durante años lo padecimos. Una vez muerto, lo enterramos. Y pese a la romería, al tumulto que llenó el cementerio, se nos dijo que eso era todo, que ya había terminado. Treinta años después, el rostro de Pablo Escobar está más presente que nunca.

Lo veo en memes, en stickers, estampado en camisetas, en muñecos hiperrealistas, reproducido en souvenirs, en murales, convertido en un ícono pop. No sé de otros matones que hayan conseguido tal fama después de muertos.

Por no hablar del hombre dejamos crecer el mito. Fallamos en contarnos nuestra propia historia y le dimos alas a la leyenda.

Recuerdo cuando, en 2012, Caracol Televisión anunció el estreno de Escobar: el patrón del mal. Para esos días, yo era el editor del área de Tendencias de El Colombiano. Defendí, contrario a lo que opinaban otros en el periódico, la necesidad de aprender a contarnos nuestra historia, de dejar de temerle al personaje, de permitirnos hacer la catarsis que no se hizo en 1993, ni en 1994, ni en 1995, ni nunca…

«Toda sociedad tiene que verse reflejada y analizada y estudiada en los medios, incluyendo la televisión. No creo que haya temas que puedan ser sistemáticamente vetados», me dijo el crítico de televisión Germán Yances para el artículo que resultó de aquel debate interno en la sala de redacción.

Y Jorge Bonilla, para aquel entonces jefe del pregrado en Comunicación Social de Eafit, me respondió sobre ese tema que «el reto es ayudar a tener memoria histórica de lo que nosotros hemos sido».

Ahora, echando la vista atrás, quizá quien más razón tuvo fue el investigador Gabriel Levy: «A la televisión, como vehículo de educación y cultura, no le aporta nada, pues el tratamiento no es documental, ni responde a una investigación académica rigurosa, el modelo es ficción y la participación de víctimas no dejará de ser más que algo anecdótico, por el contrario, generalmente este tipo de series terminan en la opinión pública deformando el conocimiento de la historia».

Estoy pensando en esa serie porque leí al también crítico de televisión Ómar Rincón señalar que ese fue el primer sacudón que se le dio al fantasma del narco y que si bien la serie se creó, decían sus autores, para que recordáramos su maldad y el sacrificio de quienes se le enfrentaron, no lo logró. En cambio, incapaces cómo hemos sido de contarnos nuestra historia en lugar de esconderla, la televisión catapultó la figura del capo, lo vistió de héroe (o antihéroe), lo internacionalizó.

No aprendimos la lección, tampoco. El recién reelecto alcalde de Medellín se enfrentó a un rapero que visitó la tumba y luego armó un show para demoler un edificio que no hizo más que levantar polvareda sin la reflexión que aún nos hace falta.

Porque lo peor de Pablo Escobar no son las reproducciones de su cara estampada en cuando artículo sea posible, sino sus formas mafiosas de habitar el espacio, el poder destructor que algunos quisiera imitar, la estética narco que se impuso en la ciudad, pero sobre todo, el fortalecimiento de la idea del dinero fácil que siempre nos ha rondado en esta tierra de avispados y timadores encandilados con hacerse millonario rápido.

Dirán ustedes que eso es de todo el mundo y quizá tengan razón. Alguien me contó que la frase “consiga plata, mijo, consígala bien habida. Y si no es posible… consiga plata, mijo” no es paisa, sino que se remonta —con otras maneras y palabras, pero en esencia igual— al Imperio Romano. Pero aquí los narcos la potenciaron.

Pablo Escobar nos dio la oportunidad de mirarnos en el espejo y ver nuestro peor reflejo: el de la avaricia, el que mide el éxito personal en la cantidad de ceros a la derecha, el que nos dice que el triunfo se alcanza saltando normas, el de la desigualdad que fue el caldo de cultivo de su hueste de adolescentes armados.

Preferimos, como Dorian Grey, esconder ese retrato. Aún podríamos bajarlo del ático, pero preferiremos, claro, indignarnos con su efigie.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/

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