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La aplicación de música ya nos está enviando el resumen del año; esta semana llegó la invitación al evento de navidad de la oficina; las luces en los balcones llevan más de un mes activas; la ciudad está inundada de ferias artesanales, de diseño, de marcas locales, de moda circular para proveer los aguinaldos. En la portería el señor repite (como cada año, por esta época) “esto se acabó; se fue volando”.
El amado me leyó en voz alta algunos pedacitos de la novela “La muerte del padre” (la primera de la serie Mi lucha, del escritor noruego Karl Ove Knausgård). En un trozo hay una relación entre los días del hijo y del padre; para entonces el chico, de ocho años; el papá, de treinta y dos: “Los míos estaban repletos de sentido, cada paso abría una nueva posibilidad, y cada posibilidad me llenaba del todo de una manera que ahora me resulta incomprensible, en cambio el sentido de sus días no se centraba en acontecimientos aislados, sino que se extendía por superficies tan grandes que sólo era posible captar mediante conceptos abstractos. “Familia” era uno, “carrera” otro. En el transcurso de sus días se abrían pocas o ninguna posibilidad inesperada, sabría siempre a grandes rasgos lo que le esperaba y cómo tenía que actuar ante ello”.
El año no se fue volando. El año duró lo que duran todos los años: con sus días y sus noches. Lo que sí parece esfumarse es nuestra conciencia. Esa sensación de aceleración, que tan bien describe Byung-Chul Han en El aroma del tiempo, obedece a nuestra carencia de sentido narrativo en la vida. Es decir, siendo adultos, vivimos más como el niño que como el padre: andamos por el mundo distraídos entre puntos de experiencias que no tienen dirección. Se nos instan, incluso, a no dormir porque hay que producir, hay que “aprovechar” el tiempo.
Para el niño, cada día es una posibilidad de sorpresa y aventura, claro. Y qué maravilla que así pudieran vivir todos los niños y que de adultos no perdiéramos esas sensaciones. Pero, lo radical aquí es que la vida adulta requiere de sentido narrativo. Vivimos en medio de la incertidumbre absoluta, paradójicamente, cuando mayor información tenemos a la mano. La vida no consiste en saber muchos datos y andar comprando eventos para sensaciones inmediatas. Mejor lo dice el filósofo coreano: “Pero en realidad no se trata de una verdadera aceleración de la vida. Simplemente, en la vida hay más inquietud, confusión, desorientación. Esta dispersión hace que el tiempo ya no despliegue ninguna fuerza ordenadora. De ahí que en la vida no haya momentos decisivos o significativos”. Entre tantos cortes sin dirección, vivimos agotados, nerviosos. Si para algo sirve el fin de año, como una métrica simbólica, es para darnos la posibilidad de mirarnos con pausa; aunque suene paradójico en medio del bullicio y de las carreras de navidad. Tal vez el sentido de nuestras vidas no sean las mismas certezas de aquel padre; sin embargo, habrá que tejer las propias. Esta época de balances parece la indicada para que, entre los ritos de agradecimiento y los encuentros afectuosos, reaprendamos a demorarnos. Es el momento para que, en los abrazos de los amados, encontremos de nuevo nuestros lazos del tiempo: del pasado, del presente y del futuro.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/