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María Antonia Rincón

No apta para señoritas: anatomía de la ansiedad.

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"Por dentro, la cabeza está a mil. Las dudas empujan. La incertidumbre grita. El temor apabulla. No hay conexiones estables, todo se multiplica. El sonido llega con chillido, el olor sube rancio, la luz que entra por los ojos encandila."

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“A menudo el sentimiento de angustia no tiene un objeto concreto. En esto se distingue del miedo, que tiene una estructura intencional”.

Byung-Chul Han

Palabras en ojos. A veces lo percibo ansioso y ensimismado. Detiene las palabras, adrede, en el trayecto que va del cerebro a la boca, justo detrás de los ojos. Sus ojos redondos, perfectos, reciben luz y, sin que él se dé cuenta, por ahí también salen destellos de esas palabras que se quedan detenidas. Él las obliga a quedarse ahí, entre estrujones, pero ahí, detrás de la mácula. Que no se les ocurra seguir bajando. Ese es todo el poder que tiene, porque él no controla que ellas avancen un poco, de frente. Pretenden brincar por el precipicio que abre la pupila, tratan de huir porque saben que no pueden salir por la puerta que les corresponde. Brillan. Yo veo el brillo. Él parpadea y las obliga de nuevo a su lugar. 

La función de los dedos. El cigarrillo, sostenido entre el índice y el dedo medio de la mano derecha. La mano, reposada en el borde externo del muslo derecho. Codo izquierdo roza el costado correspondiente, al tiempo que índice y pulgar izquierdos sujetan con delicadeza la esquina del cuello de la camisa. La halan hacia adelante y la acercan a la otra esquina que está enfrente del cuello. La mano izquierda baja, suave, y de nuevo, índice y pulgar sujetan la camisa, ahora en su borde inferior; también halan hacia adelante, ahora no acercan a nada, al contrario, la alejan del abdomen, protagonista cuando el cuerpo está sentado. Movimientos de mano derecha y de mano izquierda se repiten, con ritmo, durante lo que dura cada cigarrillo.

No digo, pero me muerdo. Habla. Es un monólogo, siempre. Cuenta su vida, él “imagínate que cuando vivía en La Villa…” y después, “imagínate que cuando estudiaba en la U…” y así, la orden para que mi imaginación entre en su cuadro de Excel de historias mil veces contadas, a mí y a otras muchas, con el mismo entusiasmo, porque parece creer que son dignas y divertidas. Yo no intervengo en su monólogo, pero mi respiración me avisa que el tamaño del balcón es insuficiente. Lo miro, sonrío con desgano, asiento. No puedo pararme de la silla porque sus piernas están estiradas, atravesadas, estorbando. Lo miro, sonrío con más desgano, me muerdo el labio por dentro, y hago esa mueca que me mantiene con la boca cerrada. En mi lengua bailan mapalé cinco insultos que no soy capaz de decirle porque alguna parte del cerebro me indica que mi ansiedad es silenciosa; la de él, un escándalo. 

Sosiego en la cabeza. Por dentro, la cabeza está a mil. Las dudas empujan. La incertidumbre grita. El temor apabulla. No hay conexiones estables, todo se multiplica. El sonido llega con chillido, el olor sube rancio, la luz que entra por los ojos encandila. Los párpados no descansan. Adentro. Afuera, el pelo lacio negro sale del cuero cabelludo en dirección a los hombros. Cada pelo nació, creció y se ubicó perfectamente en el espacio que le fue asignado. No hay desorden. El cerebro, que envidia el afuera, le ordena a la mano derecha que suba, que con las yemas de los dedos acaricie el tramo entre la oreja de su lado y la coronilla. Las yemas hacen pequeños círculos con los que van avanzando. Buscan una escama, mínima, para cazarla y arrastrarla, siguiendo la trayectoria del pelo. Pulgar y corazón la sostienen, y con lentitud, la halan. Veinte centímetros lejos de la cabeza, pulgar y corazón se separan y dejan caer el residuo con el movimiento sincrónico del pulgar que roza a los demás, despojándolos de cualquier rastro de escama. La orden del cerebro se repite, porque, ingenuo, cree que hay sosiego en la cabeza, por fuera. 

Vaivén. El cuerpo está sentado. Al mirarlo con distancia da la sensación de estar quieto. El carrizo hace trabajar a la pierna derecha, le exige fuerza y compostura. La pierna izquierda se acomoda sobre la derecha; entonces, el tobillo y el pie quedan, aparentemente, flotando. Estos dos desconocen la quietud cuando están en esa posición, incluso retan a la gravedad. Empieza el vaivén. El dedo gordo dirige el movimiento y define la longitud de la línea por la que va y viene el pie. La velocidad está en el tobillo. Casi siempre, la línea es corta y la velocidad rápida. Esa combinación hace que el movimiento se extienda del dedo a la pantorrilla, a la pierna, al tronco, y de ahí a la silla. El movimiento que sube pierde velocidad. Por eso, el cuerpo desde lejos parece quieto, pero debajo del mesón el pie delata el torbellino que habita en la cabeza. 

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