Escuchar artículo
|
“La vida es tan breve que no podemos emitir juicios de culpabilidad alguno sobre el amor”.
Vita Brevis/ Jostein Gaarder
Uno de los alimentos de la ansiedad en adultos es la culpa. Crecimos en un contexto donde nos enseñaron a temerle a Dios y a todo. Él, omnipresente, nos estaba mirando en todo momento y nuestro juicio para hacer sólo lo correcto estaba determinada por esa mirada. Incluso, empezamos a hacer cálculos muy pronto: si pasó tal cosa fue porque yo hice o dejé de hacer tal otra.
La culpa, más allá de la precaria educación religiosa, “es una emoción social que nace de nuestros vínculos con los demás, y esta desagradable forma de autocastigo solo se activa cuando alguien es capaz de verse a sí mismo tal como lo ven los demás. Nace de la autoconciencia reflexiva”, dice Siri Hustvedt.
Tratando de traducir eso, aprendimos muy pronto que otros ojos nos juzgan. Primero, Dios, después los adultos, luego nuestros pares. Y es terrible que aquellos piensen que somos malas personas. Entonces, crecemos llenos de temores: el miedo a ser culpables de “pensamiento, palabra, obra u omisión”. La culpa, entonces, se nos ubica profundamente y, ya adultos, es una potente fuente de ansiedad.
La culpa, muchas veces, está acompañada de silencios. Dejamos de decir, mientras tratamos de convencernos de que si ocultamos las emociones, los deseos, las acciones que no encajan en las normas sociales, pues estas desaparecerán. Pero esa jugada infantil muy pronto pasa factura. La ansiedad se aumenta; la angustia nos paraliza; la frustración nos enoja; la culpa nos envenena. El efecto de ese velo, en buena medida, es la mala interpretación. Es decir, uno oculta y el otro asigna significados incompletos, erróneos, y obra según esa concepción. Perverso círculo vicioso.
Pero, así como la naturaleza de la culpa es la del relacionamiento con otros, precisamente allí también encontramos la alternativa: la palabra. Comunicarnos. Insistir en que los otros, en nuestro entorno próximo, no son jueces implacables sino seres que nos aman; estas personas merecen y necesitan de nuestras palabras tanto como cada uno de nosotros merece y necesita de aquellos oídos, de esos ojos, de esos abrazos.
La culpa nos abruma. Nos hace percibir todo como peor. Aumenta la ansiedad y se vuelve un espiral interminable que solo se detiene con la palabra. La confesión con el sacerdote; la terapia con la psicóloga; la declaración ante el juez; decir los síntomas al doctor; la conversación con los amigos; el diálogo con los amados… todas son maneras de curarnos de tanta culpa anquilosada para darle espacio al sentido y al amor.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/