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“Esa era una gran mentira. La de vender tu tiempo para comprarte tiempo, esa era una ecuación imposible: ‘El tiempo es un riñón, si se gasta no se regenera.’”

La encomienda. Margarita García Robayo.

Se acerca octubre. Los candidatos de las próximas elecciones regionales en Colombia afilan sus mensajes, a ver si sus campañas logran hacerlos parecer lo que ellos creen que deberían ser. Coincide con el mes de los disfraces. También los padres disfrazarán a sus hijos y sentirán que es lo más importante del mundo. Yo cumpliré treinta y nueve años y a los diez días iré a votar con pocas esperanzas. Pero es octubre, que siempre me ha gustado especialmente, y espero con ilusión las aves migratorias que llegarán del norte y cuyos colores, cantos y formas no son sino un homenaje a la belleza natural.

Mientras trabajo miro el sitio donde les pongo plátano y veo llegar azulejos, tángaras isabel, bichofués, mieleritos, verdejos y sinsontes, sabiendo que en cualquier momento me acelerarán el corazón las plumas cambiantes de la primera piranga rubra, la primera reinita o el turpial de Baltimore. Porque hay un montón de cosas que imaginamos sobre el futuro, una cantidad de pensamientos que nos nublan la mente sin tregua, adivinando lo que será de nosotros, pero hechos diminutos —o enormes— como la llegada de los pájaros tras viajar miles de kilómetros escapando del invierno son una bonita forma de la esperanza cotidiana, del anhelo de la belleza para continuar.

“A mí tener que explicar por qué escuchar el canto de las aves me parece contraintuitivo. Si fueran matemáticas puras o físicas de partículas, que son muy bellas pero complejas, lo entendería. Pero esto es facilísimo, lo único que se requiere es escuchar durante cuatro meses del año. La gente no lo hace hoy en día, no lo hace. Es como si colgasen en la calle los cuadros de genios de la pintura, como Vermeer, por ejemplo, y la gente no se detuviera a mirarlos”, dijo el ornitólogo Dave Langlois en una entrevista.

Yo sí las oigo, cada vez más. Durante la pandemia aprendí a diferenciar los cantos de muchas de ellas y a adivinar su llegada desde la lejanía, lo cual no es sino una pequeña alegría anticipada, y de qué están hechas las ganas de vivir si no de eso. Nos hemos acostumbrado al canto de los pájaros y eso es una barbaridad. Es una de las explosiones más descomunales de la belleza y la tenemos alrededor. A veces, mi esposo y yo leemos con música suave de fondo y, de pronto, nos miramos y la detenemos con urgencia porque los pájaros se han puesto a cantar juntos a todo volumen y nos han recordado que es un sacrilegio no prestarles atención. Es música clásica en vivo desde los árboles.

Contó también Dave Langlois: “Hay un ejemplo que me gusta de forma especial. Ta ta ta taaaa. Tres notas cortas que caen una tercera mayor. Este famoso tema de la quinta sinfonía de Beethoven se parece mucho al canto del herrerillo común. ¿Copia? ¿Casualidad? No sé, pero me parece imposible que personas con una agudeza auditiva como la de Beethoven, Bach o Malher vivieran rodeados de estos otros maestros del canto sin inspirarse en ellos para sus obras. Imposible. Beethoven escribió: «Cuando voy caminando por el campo, los escribanos cerillos, los ruiseñores, las codornices y los cucos van componiendo conmigo».”

No hay que dejar que tanto ruido de fondo, tanto disfraz, nos distraiga de la vida. Que no sabemos cuánto tiempo nos queda para admirar las plumas despeinadas y la pancita hinchada de un pájaro entonando a todo pulmón. Desde las pantallas nos bombardean con toneladas de basura que se acumula segundo a segundo en nuestro cerebro, como decía esta semana en su columna Manuel Vicent, aludiendo al gran esfuerzo que hay que hacer para evitar convertirnos en un vertedero digital. Pues creo que el canto de las aves es una forma simple y maravillosa de despertar, como esa campanita que utilizan en la meditación para volver al presente, para recordar que la vida no ocurre allí donde la estamos imaginando —tantas veces en forma de infortunio—, sino frente a nuestros ojos, en donde ese pechito se hincha en busca de sus tonos más puros, sin ahorrarse nada, pues es el momento más importante del mundo.

Es curioso, pero en instantes en los que me han faltado las fuerzas, he pensado en lo doloroso que sería no levantarme un nuevo día para seguir oyendo los pájaros cantar. El tiempo es un riñón. Y no se puede disfrazar.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/catalina-franco-r/

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