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El último regalo que me dió mi padre antes de fallecer fue un kit de cremas, un nueve de diciembre, en mi cumpleaños. Menos de un mes después, el 8 de enero, el brillo de sus ojos y el calor de su corazón cesaron para siempre. 

Lo que inicialmente fue un simple detalle cumpleañero, una endulzada, desató una pequeña obsesión en mí. Estaba determinada a lograr que esas cremas me duraran toda la vida. 

Empecé aplicándome de a poquito; quería sentirlo cerca por mucho tiempo. Me peleaba con mi madre cuando me daba cuenta de que se las estaba aplicando porque ¡cómo no darme cuenta si era mi papá el que estaba ahí adentro! 

Me volvía milimétricamente obsesiva con la cantidad que había en cada frasco, dividiéndola en mi mente, de a pedacitos, para estimar cuántos meses podría lograr extender su vida. Era obsesiva, como tienden a ser los niños con sus juguetes. Yo era sólo una niña. 

A veces la abría para olerla. No olía a mi papá, pero intentaba convencerme de lo opuesto sólo para cuidarla con mayor devoción. 

Cuando la crema dejó de ser un amuleto suficiente para mi padre (un hombre así de espectacular merecía ser recordado con un objeto más semejante a él, más virtuoso) migré y pasé por múltiples facetas. Sus corbatas de colección, (en especial una naranja con azul llena de animalitos), su almohada, sus trajes, sus lociones. 

Recuerdo la primera vez que lloré porque sentí que se me estaba esfumando el sonido de su risa. La triste realidad era que, después de tantos esfuerzos para recordarlo, con mayor eficacia lo empezaba a olvidar. Como arena que se te corre entre los dedos, por más fuerte que sea tu agarre. Él ya era arena. 

Sostenía sus cenizas en el regazo, sin entender cómo un hombre de casi dos metros de altura podía contenerse en una cajita agarrable por una adolescente.

Recuerdo en minúsculo detalle la noche de su muerte. Mi abuela tiene una casa con tres pisos; el tercero, un patio cubierto de plantas y con vista a la ciudad. Pasé la noche, y la madrugada (y probablemente una semana entera si mi abuela no me hubiese distraído) sentada contra cualquier esquina, mirando a la luna, mirando cada detallito del cielo y preguntándome dónde estaría mi Pops. 

Recuerdo que por meses negué su muerte ¿Cómo estaría muerto, si lo vi una semana antes? ¿Cómo estaría muerto si lo vi entrar al hospital, pero no salir? ¿Cómo estaría muerto si sólo me devolvieron una cajita? 

Lo más duro de aceptar era que nunca volvería a ver sus ojos brillar. Que, aunque cesarían las quejas del dolor de espalda y de corazón, sería pasajero, ya que pronto esos dolores pasarían de ser ajenos a propios. 

Todos sus dolores se volvieron propios. Todos los dolores del mundo. Me ahogaba en una taza de café amarga de luto y negación. 

Le gritaba al cielo en busca de una respuesta. Que se llevaran a cualquiera, pero por qué a mi Timmy. Que se llevaran sus dolores, para no irse con las manos vacías, pero que me lo devolvieran a él.

Como Cortazar le dijo, alguna vez, a Pizarnik: «Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra»

Yo no conocía un mundo sin su voz alentadora, sin sus anécdotas de aviación, sin su cámara colgada del cuello. No conocía un mundo sin estar agarrada de su mano, ni unos ojos más hermosos que los suyos, color miel; ojos de sol. 

Y aunque todavía se sienta menos condecorada mi alma, y mis ojos hayan perdido su atardecer más hermoso, sé que en alguna esquinita recóndita de mi ser, está mi papá, compartiendo conmigo cada café, cada abrazo. 

Ahí está detrás de cada foto que tome, cada verso que escriba, cada bambuco que suene. 
Ahí está. Ahí estamos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/penelope-ashe/

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