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Despierto temprano después de una noche atribulada, donde las pesadillas y la realidad parecen una sola, y mi mente viaja por lugares profundos de mi subconsciente. Allí se mueven y remueven todos mis deseos, frustraciones y culpas, lo que sin duda determina cómo será el inicio de mi día.

Miro por la ventana de mi habitación. A veces hay un cielo azul radiante; otras veces, un gris pálido que me estremece más. La verdad es que no importa mucho cómo se torne el día; en mi mente, llueve, llueve y no da tregua la tormenta. No miro redes ni mensajes. Con el peso de mi pasado y mi presente, es suficiente para hundirme en la cama. Miro el techo, lloro, tomo mis manos e intento levantarme. Una vez, dos veces, tres veces. Sólo quiero quedarme tumbado sin pensar, sin sentir, sin hablar.

Los mensajes en WhatsApp abundan, la bandeja de correos se llena y alguna que otra llamada de responsabilidades olvidadas aparece en la mañana. ¿Cómo explicarles que me pesa la vida? ¿Cómo explicarles que ni siquiera entiendo lo que me pasa?

En los días buenos, puedo levantarme e iniciar mi rutina de la mañana. Medito, hago yoga, miro mi mapa de sueños, respiro y me preparo un buen desayuno para sentirme mejor. En los días malos, solo la aguda sensación del hambre y el hastío por la cama me hacen despertar para intentar hacerme una avena y no desfallecer a lo largo del día. Unos días creo que puedo ser Buda; otros días, soy solo un humano en sufrimiento.

A lo largo del día, la sensación que no desaparece es el vacío absoluto. Siento cómo se mete en mi pecho y no sale de ahí. Es como si sintiera que a cada paso que dé, voy a morir; que no importa lo mucho que intente caminar, avanzar o hacer, todo al final seguirá careciendo de sentido y no mejoraré. Me olvido de lo que he sido, de lo que soy o de lo que podré ser. La única imagen permanente es la del fracaso, el olvido y la desolación.

Intento leer, escribir, responder mensajes, pero cada cierto tiempo debo parar. Solo quiero llorar e intentar darle sentido al abrir los ojos. Por momentos, es incontrolable y nuevamente me tumbo en la cama para que desaparezca. Allí pasan dos, tres, cuatro horas, y entre TikTok y TikTok, tweets de desconsuelo y mensajes absurdos del mundo exterior, me hundo en una oscuridad profunda.

Llega la noche y todo empeora. Cojo mi bicicleta, pongo música y recorro durante media hora este bello pueblo que hoy me acoge. Por un momento, me siento libre y flotando. Siento que todo es posible y que lo voy a lograr. Regreso a mi casa y ante el silencio y la soledad, que tanto añoré, aparece de nuevo el vacío. Las lecturas que haría, las tareas que debía hacer, se quedan en la nada, dando espacio nuevamente a la tristeza.

Y así termina mi día, en un sube y baja constante que aún no logro llevar del todo. Al principio, pensé que con la terapia, los medicamentos, la bicicleta, el yoga, la meditación, el eneagrama, la espiritualidad y todas las formas de lucha que he implementado, iba a mejorar de manera rápida. Pero no, he venido entendiendo que este proceso toma tiempo y que todo lo que hago en estos momentos solo tiene un sentido: mantenerme estable.

Les confieso que la muerte aún acecha mi mente. Por momentos, creo que es la única forma de acabar con el sufrimiento, pues hay tantas voces dentro de mí que a veces ya no sé a cuál creer. La que me dice que todo mejorará, la que me dice que no será así; la que me dice que he tomado las decisiones correctas, la que me dice que fue un error renunciar, irme de la ciudad y cambiar de vida; la que me recuerda las cosas poderosas que he hecho y la que pone en el absurdo todo lo que he sido. Una y otra toman la luz, una y otra estremecen mi alma.

Cada vez me encuentro más limitado para responder a la típica pregunta de cortesía: “¿Cómo estás? ¿Cómo sigues?”. No puedo responder de manera fría y mentirosa que “Estoy bien”, porque no lo estoy, pero ¿qué sentido tiene decir por un chat todo lo que me pasa si ni siquiera lo entiendo del todo? Prefiero no responder, no tiene sentido, no sirve de nada.

Entonces, ¿qué hacer? Ante esa pregunta, recuerdo la bella sabiduría de Santiago, un buen amigo que formó parte de una de las Primeras Líneas y que vivió una época oscura de miedo y terror: “Cuando no hay a dónde ir, camino”. Y eso es lo que estoy haciendo. Hoy, Santiago sigue encontrando su camino alrededor del arte y el graffiti, compartiendo experiencias de sentido con los compañeros de Cuatro Elementos Skuela en Aranjuez.

Y yo, aquí sigo diciéndome a mí mismo: un día a la vez.

No escribo esto para buscar compasión ni lástima. No soy la víctima de nada ni de nadie. Soy un ser humano que, como otros, está pasando por un momento complicado de su vida, y las letras se vuelven para mí la posibilidad también de ponerlo en el mundo. Me dan serenidad.

Y si de paso, esto ayuda a otros a entender que la depresión no es una simple melancolía ni un invento de los jóvenes de ahora, pues mucho mejor. Porque por más fuertes que parezcamos, por más sonrisas que a veces tengamos, lo que sentimos por dentro nadie lo entiende de verdad.

A mis amigos y a las personas que han estado pendientes, les doy las gracias. No siempre quiero hablar, es la verdad. No siempre quiero ir a Medellín. A veces, solo necesito un abrazo, sentir otras experiencias o simplemente intentar estar en el mundo. Igual, todo esto acabará pronto.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/wilmar-andres-martinez-valencia/

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