«Pienso que en este momento
tal vez nadie en el universo piensa en mí,
que sólo yo me pienso,
y si ahora muriese,
nadie, ni yo, me pensaría.
(…)
Tal vez sea por esto
que pensar en un hombre
se parece a salvarlo.»
Roberto Juarroz
La semana pasada, mi padre debía regresar al quirófano para una nueva cirugía cardíaca, la tercera en algo más de doce meses. Como en todas, el riesgo era alto. Por eso a la pregunta de los cercanos que se enteraron, yo simplemente respondía que mi tranquilidad estaba en las manos expertas que lo atenderían y en las condiciones del lugar donde lo intervendrían, uno de los centros hospitalarios con la mayor capacidad de respuesta para las enfermedades coronarias del país. Pero no, realmente me invadían los miedos.
En ese lugar, él, como médico, ejerció su actividad por casi treinta años. Por eso cuando llegamos el martes en la mañana, entró de primero porque conocía el lugar exacto donde había que cumplir con cada trámite: el registro como paciente, la entrega de los documentos y las autorizaciones, luego las salas de preparación de cirugía y finalmente el quirófano donde lo ingresarían para la operación. Yo solo estaba ahí para acompañarlo. Él, como siempre, saludaba a vigilantes y personal asistencial del lugar con una sonrisa que escondía sus nervios, y recibía palabras de esas que hacen distantes a los médicos del personal que no lo es en las clínicas, pero esta vez con caras de amabilidad y alegría: «Buen día, doctor, qué bueno tenerlo por aquí, hace días no lo veía». Él también estaba muy asustado. Sus nervios acrecentaban los míos. Si él que es médico, viene nervioso, pues qué otra cosa podía estar sintiendo yo.
El camino por las escaleras para llegar a un segundo piso donde lo prepararían para la intervención estuvo lleno de saludos de colegas y personal de la clínica. «Doctor, qué bueno verlo, ¿qué lo trae por aquí?». Y de palabras de aliento. «Tranquilo, doctor, que le va a ir muy bien. Aquí lo vamos a cuidar», respondían a la explicación en lenguaje técnico del tratamiento que recibiría en cirugía. Yo todavía no me daba cuenta de que la vida nos estaba dando un regalo y ni siquiera había empezado la cirugía.
José Saramago dice que «la voluntad del hombre es lo que sostiene las estrellas», y ese día queríamos que su cuerpo tomara la decisión de quedarse con nosotros, así el riesgo al que se le exponía fuera grande. Necesitábamos que ese corazón entrara a cirugía con la voluntad de volver a salir con vida para seguirnos acompañando.
Llegamos juntos a la sala de preparación prevista por la clínica. Estaba planeado con antelación que el médico que iba a realizar el procedimiento pasara a conversar con él sobre los pasos que iban a seguir y los riesgos que suponía la intervención. Él, como médico, ahora en condición de paciente, hacia lo posible por ocultar sus nervios, porque sabía con exactitud que el resultado no solo dependía de la pericia del cirujano tratante, sino de las condiciones de su cuerpo y de su corazón, pero algunas lágrimas se le escapaban cuando conversaban sobre esas cosas que él entendía mejor que yo. Estaba igualmente previsto que pasara el anestesiólogo que lo acompañaría en el quirófano, en este caso un compañero suyo de trabajo por muchos años, quien lo saludó como si todavía se vieran todos los días en el trabajo, así mi padre no pasara por esa clínica desde antes del inicio de la pandemia. Lo abrazó y le dijo que harían todo siguiendo sus instrucciones, a lo que él respondió que hoy, por primera vez, no decidiría nada, que confiaba en las decisiones de ellos, sus colegas.
De pronto, sin que estuviera previsto en la agenda de preparación de la cirugía, aparecían más voces de agradecimiento. Pasó una auxiliar de enfermería que, luego de reconocerlo, lo abrazó con emoción porque no lo veía hacía un par de años; y con ella llegaron secretarias, médicos residentes, colegas de la vida y personal administrativo de la clínica. Se regó el chisme de que uno de sus colegas médicos estaba ahora como paciente. En todas las expresiones de cariño que recibía, siempre mediadas por los abrazos —porque los suyos son famosos—, la mirada del interlocutor me buscaba, tal vez por mi parecido físico, para confirmar con una pregunta si yo era su hijo y repetir la frase más escuchada en la mañana: «Usted no sabe lo que queremos aquí a su papá, y esté tranquilo que vamos a hacer todo para que salga bien». Quizás Juarroz tenía la razón, tal vez pensar en un hombre se parece a salvarlo, tal vez todos ayudaron a llenar de voluntad su corazón para sostener las estrellas.
La vida sabía que él necesitaba de ese momento para entrar con confianza al quirófano, la vida sabía que todos a su alrededor necesitábamos de todas esas expresiones de agradecimiento y amor para acompañarlo a él. Solo se disiparon los nervios cuando el resultado de la cirugía fue el esperado. Pero ese, que parecía que sería un día difícil, terminó siendo un regalo para él y una increíble lección de vida para mí, que confirmó mi admiración por él.