El domingo, cuando desperté, la pregunta seguía ahí. Me miraba, burletera y juguetona, sabiendo que no podría responderla. Sentí la misma frustración que aparecía en las tediosas clases de matemáticas en el colegio; esa materia que no dejé de perder y perder. Me frustraba la imposibilidad de resolver una ecuación. Me irritaba, y lo sigue haciendo, la ausencia de respuestas. Sin embargo, esa mañana de domingo no me enfrentaba a una pregunta de examen. Me enfrentaba al crudo signo de interrogación que se dibuja en la piel. No se borraba con agua, ni con respuestas inmediatas.
Creo que esa urgencia por buscar respuestas va más allá de mí y mi incapacidad de sumar sin usar los dedos. Somos fieras hambrientas de respuestas que merodean en un presente temeroso de la pregunta. Tenemos algún sueño que nos marca o nos confunde y, apurados, (si es que no decidimos ignorarlo y seguir sin más) le preguntamos a chatgpt. Lo mismo sucede con lecturas del Tarot, carta astral o, para lectoras y lectores más pragmáticos, cualquier incógnita que se atraviesa. Caí ahí y, de hecho, promocioné su uso. Hoy me retracto. Chatgpt arroja respuestas, y puede llegar a ser muy preciso, sin duda, pero nos roba la naturaleza enigmática de la pregunta, de los sueños, de los días.
Acostumbrados a comer en restaurantes de comida rápida o a pedir un Rappi Turbo, buscamos, también, respuestas rápidas. Empacadas al vacío. La inteligencia artificial es, sobre todo, el síntoma de la desesperación que nos habita. “Nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente a sí misma”, escribe Milan Kundera en La Lentitud. Perdimos la paciencia y satanizamos la pregunta.
El posmodernismo mató a Dios, pero los mismos defensores del movimiento parecen, poco a poco, estar viendo uno nuevo en su IA. Faltos de orientaciones, respuestas y guianza, es como si no quedara otra cosa que confiar ciegamente en un aparato que recoge “todo el conocimiento del mundo y responde en segundos”. En eso sí confían. ¿Palabra de Dios? ¿O será, más bien, palabra del demonio veloz, como bien lo advierte Kundera?
Sobre eso, traigo a Raimundo Raspall, quien, en el prólogo de El Monte de Lydia Cabrera —¡en 1990!—, tras entrevistar a un santero y contarle que en Estados Unidos estaban usando computadores para ayudar a hacer lecturas, contestó: “Eso es sacrilegio, santo no habla por aparato electrónico. Santo tiene que venir a la estera”. Hoy, idiotizados, parecemos convencernos de que el santo habla por algoritmos de Instagram.
Creo que el problema trasciende esta filosofía sin esqueleto —parecida a la autoayuda bestseller— que les presento. El nudo en el fondo es que, si perdemos las preguntas, perdemos el mapa. La pregunta actúa como una meta, como una especie de estrella en el desierto. Nos invita a buscarla. Sin la pregunta perdemos el deseo de búsqueda. Dejar de buscar es, creo, dejar de caminar; caer rendidos, derrotados, por el calor del desierto.
Todavía no encuentro respuesta a la pregunta que me observa desde la esquina de mi habitación. Se ríe de mí, pero prefiero esperar y seguir caminando en vez de revolcarme como cerdo en el lodo de las respuestas a domicilio. Evito preguntarle a chatgpt porque, además, —a diferencia de una amiga, un amigo, un maestro o una maestra— jamás se rehusará a contestar. El demonio que habla por medio de la máquina se preocupa por nuestra cabeza, nuestro rendimiento, nuestra efectividad, nuestras ambiciones… poco le importa nuestro corazón. Por eso se enfoca en respondernos siempre, incluso cuando no estamos listos para recibir respuestas. Incluso cuando somos nosotros los que debemos buscar. Incluso cuando cualquier respuesta podría dejarnos ciegos.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/martin-posada/