Todos y todas sabemos con precisión si estamos caminando una calle con presencia de explotación sexual en Medellín: El Lleras, la Veracruz, San Diego, la Raya, el Museo de Antioquia. Las dinámicas se replican en cada rincón, sin importar el estrato. Conocemos la ubicación exacta de los apartamentos cabinados de los que muchachas muy jóvenes y emperifolladas entran y salen a altas horas de la noche. Sobre ello, se ha instalado un silencio colectivo, como quien no quiere mirar, mirando; acompañado de una ausencia total de capacidad institucional para hacerle frente a las consecuencias y atacar las causas. Aunque todavía hay quienes creen que el turismo en Medellín no se sostiene sobre el flagelo de la explotación. Hemos optado por hacer la vista gorda y permitir que sea la justicia de otros países la que se encargue de perseguir y sentenciar a los agresores sexuales que arriban a Medellín, cobijados por la impunidad y una estela de eufemismos para ocultar sus intereses.
No contentos con la tristeza del panorama, hay quienes desde la institucionalidad afirman sin ninguna vergüenza que necesitamos “zonas de tolerancia”, en el marco de los debates que se han gestado en torno a la actualización del Plan de Ordenamiento Territorial del Distrito —que, a propósito, son espacios de los que poco participa la ciudadanía—. Es un afán por seguir sosteniendo el mayor atractivo de Medellín, una aceptación rotunda de que perdimos. No se trata de una idea nueva, ni revolucionaria, ni representa ningún avance para la ciudad, pero invoca preguntas que no deberíamos dejar de hacernos: ¿Tolerar qué? ¿Qué se tolera en las zonas de tolerancia?
La respuesta es muy sencilla y debe decirse con todas las letras: la explotación sexual de mujeres y niñas, la trata de personas y el control de las bandas delincuenciales del territorio. Eso es lo que quieren tolerar, porque les quedó grande garantizar derechos fundamentales. Según una investigación reciente realizada por la Fundación Empodérame y Metrosalud, el 60% de las mujeres en situación de explotación sexual en Medellín no logró terminar la secundaria; el 41.6% son migrantes venezolanas con serias dificultades para acceder a derechos básicos; y el 94.6% identificó la alimentación como su necesidad más urgente. El 16.46% fue víctima de ESCNNA, y el 59.3% tiene entre 18 y 28 años, lo que evidencia un patrón dirigido hacia jóvenes en condiciones de alta vulnerabilidad. Muchas relataron haber sufrido abusos sexuales extremos, incluyendo casos de violación grupal. A esto se suma que solo el 0.60% expresó el deseo de continuar en la prostitución, lo cual desmonta cualquier intento de romantizar una realidad marcada por el hambre, el desamparo institucional y la violencia. Lo que hay detrás de las llamadas “zonas de tolerancia” es el deseo de institucionalizar la violencia contra las mujeres. Perpetuarla.
Hacerse cargo, por supuesto, sería más costoso para Medellín. Pero es lo correcto. Y es en eso en lo que deberían estar concentradas las instituciones: en actuar conforme a la ley y a los derechos de las mujeres y niñas en Colombia. No es admisible que estén considerando institucionalizar la violencia ni seguir construyendo una ciudad para el hambre, la prostitución y la delincuencia, en lugar de una ciudad para la vida, las oportunidades y los sueños de toda una generación de jóvenes a las que el Estado aún no ha sido capaz de mirar con humanidad.
Me niego a tolerar lo intolerable.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/sara-jaramillo/