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El culto al yo es la enfermedad del siglo XXI. La mirada centrada en el ombligo propio, con distancias cortas y miopes, han hecho que las personas sólo alcancen a ver su nariz y a olfatear su aroma. La oda al YO nos ha convertido en seres egoístas y, como consecuencia, ansiosos, depresivos y aislados.
La cultura del yo, que se exacerba en el autobombo de las redes sociales se ha convertido en la materialización moderna del mito de Narciso, quien enamorado de su propia imagen, al mirarse ensimismado en un estanque, se condenó a la más miserable soledad. Cuentan que jamás pudo aceptar el amor de nadie, ya que lo superaba el amor por sí mismo, una obsesión que lo llevó a su destino fatal muriendo ahogado en el agua.
No es casualidad entonces que en todas las tradiciones espirituales el servicio a los demás sea un principio fundamental para alcanzar algún nivel de bienestar y satisfacción con la vida. Al lado del silencio, la reflexión, la atención plena y las practicas de movimiento del cuerpo, está el servicio. Y es que no hay duda de que en el contacto con los demás y en el atender necesidades que no son propias, hay un remedio a la enfermedad del ego que es la enemiga de la perspectiva y que nos hunde en nuestras propias lagunas mentales y en nuestras vanidosas aproximaciones a la realidad.
Solo en el contacto con el mundo real y en la disposición a entregar desinteresadamente una parte de nosotros mismos, está la posibilidad de salir de la autolástima, del pensamiento obsesivo sobre nuestra propia imagen y de la enfermedad pandémica de la ansiedad por el futuro.
Se ha confundido la mirada interior y el amor propio con el egoísmo. Hay una clara distorsión entre el velar por el propio bienestar y el poner límites, con el desinterés por el otro. Y es que nada tiene que ver una cosa con la otra. Un ser consciente de sí mismo no se parece ni de cerca a una persona que no pregunta por los demás, que no tiende la mano y que no comprende que vive en sociedad. En nada se parece un ser trabajado por dentro con un ser que no se silencia para escuchar al otro. Aquellos que ante los problemas ajenos siempre tiene una anécdota o que encuentran en todas las conversaciones la oportunidad para hablar de su propia vida, son ególatras más que buenas escuchas o buenos amigos.
Con razón hay tantas enfermedades mentales, resulta que nos miramos demasiado a nosotros mismos. Con la desafortunada consecuencia de que quienes se enamoran de sus selfis, no pueden reconocer la belleza del mundo que los rodea y quienes odian el reflejo de su imagen, enloquecen tratando de mejorarse con filtros, botox o inteligencia artificial.
Algunos son como narciso y mueren de soledad y otros son como los peces beta, peleando con su propio reflejo.
Hablamos demasiado de nosotros y nos la pasamos sobrediagnosticándonos con todos los tipos de especialistas y remedos de chamanes, evadiendo la responsabilidad de nuestra propia reflexión, queriéndonos saltar los aprendizajes y, lo que es peor, dejando de servirles a otros, al más próximo: hijos, hermanos, padres, amigos. Siempre nos falta un centavo para el peso en ese infinito camino del conocimiento personal y por eso postergamos estar para los demás, creyendo demencialmente que algún día seremos seres libres de heridas, problemas y tristezas. Si solo ahí creemos que podemos abrir las puertas del corazón para amar al otro en todas las formas de amor, entonces nos habremos perdido la vida entera en la imposible tarea de ser perfectos, perdiéndonos la oportunidad de crecer al lado de otros.
No es posible el amor sin un intercambio. No es posible el crecimiento sin entregar algo para recibir de vuelta. Nada crece sin ayuda de algo más que sí mismo, porque la vida no es posible sin el entramado de vínculos que se entrelazan e intercambian para crear.
La naturaleza siempre es maestra, especialmente en el asunto de la interdependencia, porque nos enseña y demuestra a diario que para que crezcan flores, alimentos y bosques, hay un tejido complejo de seres y elementos que trabajan conjuntamente para que veamos la manifestación de ella. Si cada elemento decidiera no entregarse a otro hasta ser perfecto, la vida simplemente terminaría. Y parece filosofía, pero realmente es ciencia, la ciencia de la tierra que no es distinta a la vida en sociedad.
La vida se amenaza cada vez que alguien cree que puede solo, cada que impone su mirada. Cada vez que caemos en el yoísmo algo muere, porque sin intercambio solo hay sequía, infertilidad, una vida estéril y enferma. Esto en nuestra existencia humana se traduce en soledad, ansiedad, depresión, en vidas que están muertas porque no encuentran sentido.
No hay que confundirnos con nuestro propio reflejo, es un engaño. No es cierto eso de que nos bastamos a nosotros mismos, y aunque estamos infoxicados de mensajes que dicen lo contrario, la verdad es que negar que nos necesitamos es una tarea que nace muerta desde el principio. Saberse capaz, libre y autónomo no se puede desligar de sabernos entramados, tejidos, interconectados y con necesidad vital de hacer parte de una comunidad. Por ello debemos comprometernos no solo con nosotros mismos, sino también con los vínculos que hacen posible la vida, para lo cual hay que silenciar el ego y darle cabida al otro.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/juana-botero/