Vuelva mañana

La salud es un lujo. Uno de los más costosos. Es una de las industrias más caras del mundo, con un tamaño de mercado abrumador y, además, con la demanda más inelástica que existe. Requiere alta tecnología, inversión, investigación. Es una de las más exitosas, y literalmente, la que más vidas salva al año.

Quisiera decir que en Colombia la salud no es un lujo, pero, desafortunadamente, cada vez parece más un bien extremadamente escaso. Una cita médica, un medicamento medianamente bueno, un doctor que te examine a conciencia y recete lo que necesitas —y no solo lo que se puede financiar— se han convertido en lujos que pocos pueden darse.

La salud en Colombia es un sector de filas, largas esperas, tutelas y batallas legales. Pero, sobre todo, es un sector de consecuencias. Es uno de los ámbitos donde más factura pasan las decisiones tomadas años atrás: sistemas colapsados por una población que envejece creyendo que siempre sería joven, cientos de enfermedades prevenibles que no se evitaron a tiempo, y generaciones enteras sin educación ni prevención adecuada, haciendo lo mejor posible con lo poco que saben y tienen.

Pareciera fácil tener un estilo de vida saludable y llegar a la vejez con bienestar. Pero la verdad es que nuestra cultura empuja en la dirección contraria. Es un país acostumbrado a comer «rico», aunque no necesariamente saludable. Arrastramos una mala educación nutricional, y solo cuando ya estamos enfermos empezamos a prestarle atención.

El presente no es mucho más consciente. Tal vez algunos sectores sociales lo sean, pero en gran parte del país, donde solo se come lo que hay, donde hay que escoger entre desayunar o cenar —o entre quién debe comer y quién no—, tomar decisiones como alimentarse bien, dormir lo suficiente, manejar el estrés, hacer ejercicio y cuidar de uno mismo, parece una broma de mal gusto.

¿Nutricionista? ¿Entrenador? ¿Pagar un gimnasio? ¿Correr con buenos tenis? ¿Practicar deporte con regularidad? Todo eso cuesta, y cuesta mucho. Las EPS no están ni cerca de ofrecer el mejor servicio, y muchas veces, ni siquiera están cerca de ofrecer algún servicio.

Y no solo es la salud física. ¿La salud mental? Ese es el verdadero dilema. Hospitales colapsados de jóvenes con depresión, ansiedad, adicciones, familias disfuncionales. Unos rogando que los ayuden, otros rogando desaparecer. No hay hacia dónde mirar, y lo más grave: no hay mucho qué hacer.

A veces pareciera que los hospitales son el infierno. Enfermarse exige tiempo, disposición, paciencia, resistencia, un silencio ensordecedor… pero también empatía. Porque enfermarse es duro, pero muchas veces, atender al enfermo es aún más difícil. Médicos sin condiciones laborales dignas, amenazados, agotados, con síndromes que reconocen pero que no pueden tratar, porque no tienen opción. Deben seguir. Deben ignorar lo que saben que necesitan, mientras aconsejan a sus pacientes lo contrario.

Parece que estuviéramos condenados a la autodestrucción. Que es más barato morir que vivir. Que es menos doloroso, más eficiente, más «económico». Y a pesar de todo, quisiera poder decir que las cosas están mejorando. Pero lo difícil es explicarle a un cáncer, a una insuficiencia renal, a una depresión, a una fractura, a un dolor: “vuelva mañana, su medicamento no está; tal vez en otro gobierno, o en otra vida, encuentre una cura que le sane”. Porque la salud no espera, y cuando colapsa, todo lo demás pierde valor. Ojalá las reformas necesarias no lleguen demasiado tarde, y los recursos se asignen a lo que realmente importa. Porque, en economía y en vida, hay decisiones que no admiten demora, y tal vez aquí sí aplique esa vieja ironía: en el largo plazo, todos estaremos muertos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/carolina-arrieta/

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