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Durante mucho tiempo nos dijeron que los seres humanos son animales egoístas que maximizan beneficios a toda costa. Que “el hombre”- la especie humana- es “un lobo para el hombre”. La Teoría de la Elección Racional -entre otras- reforzaron esa idea de las mujeres y los hombres como seres cuya principal motivación es el beneficio individual. Acentuaron el imaginario que estábamos programados genéticamente para la competencia. Que nuestra naturaleza era la ambición individual.
Años de trabajo en antropología, sociología, ciencia política y economía han demostrado que esto no es cierto. Que los humanos no somos principalmente egoístas. Desde Kropotkin hasta Michael Tomesello son muchos los que han confirmado que, si es que existe algo así como la naturaleza humana, esta sería una determinación genética y social a la cooperación, a la solidaridad y a la justicia. Adela Cortina cuenta que sí, que sí hay unos animales que se comportan como los sujetos que describió la Teoría de la Elección Racional, es decir, que son seres vivos que maximizan beneficios a toda costa, que no les importa nada más que obtener ganancias pese a lo que esto implique: los chimpancés.
Miles de experimentos económicos realizados en todo el mundo- en los que se incluye al juego del ultimátum- comprueban que las mujeres y los hombres no se comportan de esta manera, que los seres humanos consideran otras cosas antes de actuar sólo pensando en el beneficio propio.
Pese a que no somos esos seres egoístas, sí tendemos a privilegiar nuestros afectos a las personas cercanas, a comportarnos buscando cuidar especialmente a quienes consideramos dentro de nuestro círculo familiar. A esta preferencia de la familia sobre todas las cosas se le ha llamado “familismo amoral”. Muchos están dispuestos a hacer cualquier cosa por proteger a su círculo cercano, incluso si eso implica dañar a otros. Sólo les importa lo que pasa con su familia y poco o nada lo que ocurra con la sociedad. Ese familismo, esa compulsión por proteger a los cercanos, a los que amamos, impide que miremos más allá, que pensemos en comunidad, que ampliemos el horizonte de los padres, los hermanos, la pareja, los hijos y los amigos.
La política, entendiéndola acá como la gestión de los recursos públicos, no puede ser ni egoísta ni familista amoral. Lo público implica saltar esa barrera cognitiva del interés propio, de considerar sólo lo que me beneficia a mí y a los que considero míos. Requiere pensar en colectivo, considerar qué puede ser beneficioso para todas las personas que conforman una comunidad política, que habitan esa ficción llamada república, incluso si eso va en contra de mis intereses privados. Hace unas semanas en el parlamento español Irene Montero le dijo a Macarena Olona: “¿Sabe cuál es la diferencia entre usted y yo? Que yo quiero lo mismo para la gente que no conozco de nada, que para la gente que más amo en la vida”. El próximo domingo cuando vaya a votar por la presidencia de Colombia voy a pensar en esa frase, voy a recordar que los seres humanos no maximizan beneficios a toda costa, ni son animales egoístas. Quiero que mi voto transcienda el familismo amoral y sea uno que piense en sociedad. Voy a marcar en el tarjetón la cara de la persona que representa el proyecto político, que creo, más beneficia a todos, más allá de mi propio interés. Votaré por el proyecto que prometa garantizar una mejor vida, tanto para la gente que más amo, como para la que no conozco. Ojalá ustedes hagan lo mismo.